Discutir la incidencia paisajística de las energías renovables cuando estamos rodeados de carreteras, cables, antenas, edificios, coches? parece poco serio y una tomadura de pelo al planteamiento de base que es encontrar medios menos incisivos en el ecosistema que permitan prescindir de fuentes contaminantes, sin por ello ver mermado nuestro abusivo derroche, toda vez se ha apostado a ciegas por que tarde o temprano surja una solución que nos salve. No obstante, sí desearía introducir la variable estética que habría de guiar nuestra percepción a la hora de encarar la transformación del entorno en el que habremos de vivir, convivir, y al ritmo que vamos, podría decirse sin exageraciones sobrevivir.
Aunque la naturaleza tiene un código mínimo de belleza como la simetría, la proporción, el principio fractal..., entre los humanos no es despreciable la afección de la costumbre en nuestros sentidos, de modo que somos reacios a contemplar como bello, bueno y conveniente lo raro o infrecuente, y lleguemos a la estupidez supina de preferir lo malo conocido que lo bueno por conocer.
Desde que una vanguardia artística irrumpe entre lo más histriónico, excéntrico y dilatante de una sociedad, hasta que ésta incorpora en sus cánones las nuevas coordenadas del gusto nuevo, suelen pasar décadas, e incluso siglos. El arte contemporáneo lleva decenios abriendo camino para que nuestras pupilas con Chillida y oídos con Halffter se acostumbren a las nuevas formas que atrasadas mentes clásicas jamás aceptarán, pero que ya lo inundan todo y, en consecuencia, sólo cabe o bien vivir a disgusto con ellas por no adecuarse a un orden caduco de frisos, frontispicios, columnata y peristilo, o gozar de su estilismo más acorde con los tiempos y admirar cuanto de bello hay en el reflejo del sol en nuestros rascacielos que proyectan sus sombras al amanecer sobre el asfalto, el acompasado rugir de motores del tráfico con las luces rojas de posición y, por qué no, de los molinos de viento junto a la bahía de Santander.
Muchos de quienes se oponen contra los gigantes de Eolo como pigmeos Quijotes, seguramente saben apreciar la belleza de los veleros atravesando nuestro litoral azulado, la gracia de los molinos holandeses sobre las aguas de sus diques rodeados de tulipanes o la elegancia de los molinos de viento manchegos apostados sobre las colinas. (...)
Podréis pensar que estoy loco, pero si de mí dependiera, contrataría a los mejores paisajistas, jardineros, arquitectos y modistos, y les pondría a trabajar en equipo interdisciplinar junto a los ingenieros para llevar a cabo el más grandioso paraíso eólico de luz y color, que no tardaría en convertirse en una de las siete maravillas del mundo: los afroditos molinos serían de titanio para que durante el día jugasen con Helio, mientras Eolo moviera sus brazos junto a un regocijado Poseidón, y por la noche acunaran a Selene entre rayos láser al son de los magistrales compases de Jean Michel Jarre y su apoteósica sinfonía Rendevouz.
Nicola Lococo