HACE ahora casi 100 años, el progenitor y padre de nuestro insigne filósofo Ortega y Gasset, don José Ortega Munilla, académico de la Lengua, en uno de sus Salmos españoles que titulaba Frivolidad, criticaba a la, todavía entonces influyente, clase de los propietarios (bienvivientes herederos de haciendas y valores), su pasividad e indiferencia ante los palpitantes problemas de la vida, diciendo: "Ellos, los sometidos a la esclavitud de los usos elegantes, sólo piensan en sus fiestas, diversiones y banalidades? de suerte que no les queda tiempo para pensar? no se dan cuenta de que con su ejemplo conseguirían lo que a los demás les es imposible? han perdido la idea de la fraternidad? esperan que sean los demás, incluso el Ejército, quienes arreglen los problemas?". Con sus categóricas frases nos dice: "El egoísmo de los fuertes produce la maldad de los explotados" y añade: "[Ellos] no sólo buscan su ruina, sino que procuran la ruina común? los frívolos serán nuestros verdugos? la frivolidad es el pecado con galas de inocencia".

El fuerte olor a rancio que desprenden las hojas del libro donde se agazapa semejante sabiduría no consigue aturdirme lo suficiente para que no intente buscar el posible paralelismo actual. Ya quedan pocos de aquellos ociosos hacendados. La página de la Historia pasó ya para ellos, y no supieron estar a la altura de sus responsabilidades. Ahora, el ajetreo propio de la laboriosa vida actual ha transformado la humana sociedad en una afanosa colmena. Y sin embargo existe una clase social igualmente frívola y egoísta, la élite técnica. Sí, definitivamente sí, la actual clase social constituida por ese 4 ó 5 por ciento del colectivo social que somos los ejecutores de las directrices de la cúpula social, los que hemos completado y ejercemos estudios universitarios de altos vuelos: doctores, ingenieros, arquitectos, químicos, jueces, abogados, periodistas, notarios, coroneles y muchos de los artistas e intelectuales, no hacemos honor a nuestra mayor fuerza social. No utilizamos nuestra capacidad ejemplarizante. Procuramos no pensar en otra cosa que en nuestros propios trabajos y consumos para así no tener que comprometernos. Nosotros, la élite técnica, no queremos analizar a fondo la realidad social que nos rodea para no tener que denunciar el expolio al que los grandes mercaderes están sometiendo a las bases populares. Nosotros, los ejecutivos técnicos, por pura frivolidad no ejercemos nuestras capacidades de análisis y consiguiente denuncia de lo que podemos -si quisiéramos- llegar a ver. Escondemos la cabeza bajo el ala de nuestras buenas remuneraciones y obviamos el problema como si no existiera. Nosotros, los técnicos ejecutivos, nos revestimos con las galas de la inocencia, pero no por ello dejamos de pecar por omisión. Nosotros, los que poseemos algo más de fuerza que la gran mayoría popular, por no cuestionarnos nuestras creencias, renunciamos a nuestro deber de fraternidad con el género humano.

Al igual que al niño de teta no se le exigen responsabilidades por el regurgitado flato que nos mancha el hombro, ni al semoviente se le responsabiliza de su propensión a lanzar coces, tampoco nosotros podemos esperar que sean los ignorantes y débiles quienes tomen la iniciativa, no podemos zafarnos de nuestra responsabilidad histórica. No podemos achacar el daño de la coz o la suciedad del flato a su maldad, sino a nuestro egoísmo, pues recordemos las sabias palabras: "El egoísmo de los fuertes produce la maldad de los explotados".

Somos la élite técnica quienes tenemos la llave del cambio social. Si nosotros nos decantásemos por dejar de mimetizarnos con los mandamases (los propietarios de casi todo), y apoyásemos las justas reivindicaciones de unas masas poblacionales exentas de casi todo (1.200 millones de seres humanos no tienen acceso al agua potable, 400.000 niños mueren de hambre cada año, el 10% de los trasplantes de órganos se debe a compraventas, 4/5 partes de la humanidad carece de sanidad, educación y vivienda dignas?) ¡otro gallo cantaría! Ese 0,1% de la sociedad que son los mandamases se tentaría la ropa antes de seguir exigiendo más fondos para sus bancos y compañías automovilísticas; dejarían de presionar para obtener el despido libre y gratuito? Simplemente si tuvieran el convencimiento de que los ejecutores de sus órdenes, nosotros, la élite técnica, éramos reacios a ejecutarlas, tendrían que plegarse ante la evidencia de la justicia.

Si nosotros, los ejecutivos, no apostamos por defender una mayor igualdad, no sólo buscaremos nuestra propia ruina, sino también la ruina común: la sociedad se irá al garete tras la próxima revolución social. No habrá ejército que pueda parar el caos. No podremos quejarnos del vandalismo de las hordas enloquecidas de hambre y desesperación, tendremos que reconocer que nuestro egoísmo engendró la maldad de los explotados. Habremos pasado de ejecutivos de la sociedad a ejecutores de la sociedad. Seremos los verdugos de la humanidad. No nos equivoquemos de bando, como le pasó a la clase propietaria hace 100 años. No nos posicionemos con los intereses de los ultrarricos mercaderes. ¡Defendamos los intereses del conjunto de la sociedad! ¡Acabemos con la generalizada explotación! Ésos son nuestros intereses.

durante la pasada semana se han conmemorado los 20 años de la caída del muro de Berlín y hemos visto y oído en los mil actos de celebración mensajes de victoria y alegría. Llama la atención que muy pocas voces se pregunten si las avenidas florecientes que prometió Kohl, si la nueva sociedad que se anunció y ensalzó tiene algo que ver con lo que hay ahora, tanto en Alemania como en el resto de Europa. Una buena manera de celebrar es analizar el grado de felicidad y salud de quien apaga las velas, observar en qué el paso del tiempo le mejora o le empeora. Si derribar un muro es un bien en sí mismo ¿qué pasa con los de Río Grande, Israel, Belfast, Corea, Sahara o Ceuta y Melilla? ¿Ha traído el capitalismo una mejora en las condiciones de vida de rusos, polacos, o húngaros? Gorbachov pidió entonces perestroika para la URSS, pero también para el mundo entero. Veinte años le han bastado al capitalismo (doce en realidad, tras el 11-S) para encontrar un nuevo enemigo que justifique el mantenimiento de un poder militar omnipresente, mediante el miedo en la población, para aumentar la producción y el comercio de armas; el envío de tropas a cualquier lugar del planeta en misiones humanitarias y mediante la cabriola de transformar a los talibanes -los buenos durante la guerra contra la Unión Soviética- en los malísimos de la actualidad. De aquellos lodos surgió Al Qaeda, organizada por la CIA como arma contra el comunismo. Muerto el perro busquemos la rabia en otra parte. Lo importante del cuento es que haya un lobo para asustar.

El líder negro estadounidense, esperanza de media humanidad para cambiar el mundo, un año después de ser elegido no es capaz ni de realizar una reforma sanitaria para mejorar el sistema público de su país, costando la mitad de lo que gastan en armamento. Quien lo esté impidiendo sí es un muro peligroso.

Veinte son también los millones de muertos anuales que produce el capitalismo por causas relacionadas con la pobreza, 8 de los cuales son niños. Las mismas bajas que si lanzasen 43 bombas atómicas cada año, como las de Hiroshima o Nagasaki. Parece que las rimbombantes celebraciones del occidente victorioso sólo intentan ocultar la estupidez de un sistema de mercado que se niega a ver la propia miseria con un imperio que se desmorona e intenta salvarse repartiendo pérdidas.

Y en medio de un desconcierto descomunal, los mismos gobiernos que no dudan en ser fuertes con el débil ladrón de gallinas, se arrodillan ante los bancos porque son demasiado importantes para dejarlos caer. Se ha inventado la palabra bankgster (mezcla de otras dos que puede usted deducir) para definir el tipo de sociedad en la que nos metemos cada vez más, donde el gobierno elegido por los ciudadanos sirve a unos presidentes de consejos de administración, en lugar de lo contrario.

Aumenta el paro, los ciudadanos que no soportan su hipoteca y la pobreza en las clases medias y bajas, mientras algunos no dejan de ampliar su cuenta corriente en el paraíso fiscal. Quizá haya otros muros invisibles que debamos derribar.