Francia se dividió en tres bloques tras la llegada al poder de Emmanuel Macron en 2017: el macronismo, la extrema derecha y la izquierda de Jean-Luc Mélenchon. Las elecciones de este domingo vuelven a confirmar esta fotografía pero con una diferencia notable y es que, por primera vez en la historia del país, la extrema derecha es la primera fuerza. Otra novedad importante ha sido la ruptura del cordón sanitario que ha reinado en Francia contra los ultras desde que Jean-Marie Le Pen pasara por primera vez a segunda vuelta.

Corría el año 2002 y prácticamente toda la izquierda pidió el voto para el conservador Jaques Chirac, que obtuvo finalmente el 82% de los apoyos. En cambio, hace unas semanas, uno de sus herederos, el actual presidente de Los Republicanos (LR), Éric Ciotti, abrió un cisma en la derecha tradicional al acordar a espaldas del partido una alianza electoral con Agrupación Nacional (RN) de Marine Le Pen.

Parte de LR –partido heredero de la Agrupación por la República y la Unión por un Movimiento Popular de los presidentes Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy– rechazó esta unión e incluso votó por expulsar a Ciotti de la formación, dando lugar a una batalla insólita: el presidente del partido atrincherado en su sede de París y recurriendo a la Justicia su destitución, que falló a su favor dos semanas antes de las elecciones. Este episodio en Los Republicanos evidencia la falta de rumbo de la derecha gaullista, que no logra recuperarse de las derrotas electorales de los últimos años. 

Después de que Macron llegara a la presidencia como el representante de una nueva corriente de centro, esta derecha tradicional se ha ido debilitando poco a poco y cada vez tiene menos recursos ante una extrema derecha que no para de crecer y que se ha comido ya casi todo su espacio electoral. La sorpresiva convocatoria de elecciones anticipadas llevó a los partidos tradicionales de Francia, que dominaron la escena hasta la llegada de al poder del actual presidente, a estudiar alianzas para tener más posibilidades de obtener algún resultado digno. Así, la opción del Partido Socialista fue integrarse en el Nuevo Frente Popular encabezado por Melénchon. Y es que, al igual que Los Republicanos, la formación de los presidente François Mitterrand y François Hollande se ha desdibujado desde aquel 2017.

Solo hay que ver los datos de las últimas elecciones presidenciales para ver esta evolución: hace siete años, los conservadores se quedaron en tercera posición por detrás de Macron y Le Pen con el 20,01% de los votos y los socialistas fueron relegados a la quinta posición al cosechar su peor resultado electoral desde 1969 con apenas el 6,36% de los votos, por detrás también del izquierdista Mélenchon, que obtuvo el 19,58% de apoyo.

En 2022 les fue todavía peor: los conservadores obtuvieron el 4,8% y los socialistas el 1,7%. El macronismo, la extrema derecha y La Francia Insumisa de Melénchon obtuvieron los tres primeros puestos y Macron y Le Pen volvieron a disputarse la segunda vuelta. Como muestran estos resultados, la caída del Partido Socialista fue fulminante, como consecuencia del desastre que supuso la presidencia de Hollande, un mandatario con unos índices de popularidad por los suelos y cuyo partido quedó destrozado por las disputas internas. Así, tras la derrota en las presidenciales de 2017 llegó el batacazo en las legislativas tres meses después, cuando logró apenas 44 asientos en la Asamblea Nacional y perdió un total de 262. 

Cinco años después, se confirmó el cisma, al que también se sumó la derecha. Frente al rechazo a las viejas opciones y a la desconexión de la sociedad con los partidos tradicionales, se afianzaron entonces los tres bloques. Sin embargo, tras siete años en el poder, ahora es el turno de Macron, cuya caída a tercera posición se da en creciente clima de descontento y fractura social, y con la extrema derecha cosechando sus primeras victorias.

El auge de la extrema derecha

Así, por primera vez en la historia, la extrema derecha podría cogobernar en Francia gracias, en parte, a un lavado de imagen con el que ha logrado atenuar el miedo de parte de la sociedad a un gobierno o una presidencia de Agrupación Nacional –siglas con las que se rebautizó el Frente Nacional en 2018–. Fundado en 1972 por el padre de la actual presidenta, Jean-Marie Le Pen, sus discursos racistas y antisemitas le alejaban del votante francés. Pero varios factores han ido impulsando su crecimiento hasta convertirse hoy en la primera fuerza electoral. En primer lugar, las crisis económicas. La primera de ellas, la de mediados de los 80 en el sector industrial, que condenó a muchos trabajadores al paro y con ello a la pérdida de poder adquisitivo. En esos años, el Frente Nacional, crítico con los partidos en el poder y la globalización, vio aumentar sus seguidores y, en 2002, dio la sorpresa al pasar a segunda vuelta. Fue entonces cuando se activó por primera vez el cordón sanitario para frenar su llegada al poder.

Durante la crisis de 2008 y los años posteriores volvió a aumentar la pobreza y el desempleo, y muchos encontraron un refugio en el discruso antistablishment del Frente Nacional. Y, actualmente, ocurre algo parecido: una de las principales preocupaciones de los franceses es el elevado coste de vida. Pero la formación solo ha vuelto a acariciar el poder tras alejarse de los discursos abiertamente racistas o antisemitas.

De hecho, tras aquella elección de 2002, la imagen de un Le Pen condenado en varias ocasiones por negacionismo del Holacausto y comentarios racistas fue perdiendo adeptos y en las legislativas de 2007 su partido se desplomó al 4,29% de apoyo. Fue entonces cuando su hija Marine fue tomando las riendas del partido y en 2011 asumió la presidencia, iniciando un proceso de moderación que llevó a la expulsión de su padre en 2015 y que ha culminado con la elección de Jordan Bardella, primero para las europeas y ahora para las legislativas, y con su divorcio de Alternativa para Alemania. Así, a medida que el partido de Le Pen se fortalece, también se mueve cada vez más hacia el espacio político de los gaullistas, a los que ha terminado por engullir.

A pesar de ello, el discurso antiinmigrante, centrado principalmente en aquellas personas que provienen de países de origen musulmán, sigue siendo parte de su esencia y, de hecho, es parte de los factores que explican también su auge en un país que presume de ser la cuna de los derechos humanos. Según Le Pen, el Islam representa un peligro para los valores y principios de Francia, una idea que ha ido calando en parte de la sociedad francesa que, entre otras cosas, acusa a la inmigración de la falta de recursos públicos o la inseguridad. Un discurso, por cierto, que tanto la derecha tradicional como el macronismo han terminado de asumir y normalizar. El auge de la extrema derecha, que ha logrado pasar a segunda vuelta en las últimas dos presidenciales, se ha terminado de confirmar tras las elecciones europeas y ahora, con la primera vuelta de las legislativas.