esde que el gobierno norteamericano empezó a advertir que Rusia se preparaba para ir a la guerra contra Ucrania, la opinión internacional ha mostrado una mezcla de incredulidad y sorpresa: incredulidad de que Moscú se fuera a lanzar a semejante aventura, sorpresa por la capacidad ucraniana de resistir los ataques de Rusia, un país mejor armado y con un ejército mucho mayor.

Ahora, se suma otra sorpresa al ver que el habitualmente poco efectivo presidente norteamericano, Joe Biden, parece decidido a arrastrar tras de sí a sus colegas europeos y ejercer así el liderazgo que Estados Unidos casi había perdido, y del que a Biden pocos creían capaz.

Desde que Rusia empezó a enseñar los dientes, la opinión más extendida ha sido que

Ucrania no podía hacer nada para resistir el ataque del león ruso, que se la iba a comer rápida y despiadadamente.

Pero la realidad es que a Rusia la operación no le ha salido bien y su invasión es difícil y ha quedado estancada en algunos lugares. Cierto que Moscú tiene muchas más posibilidades de imponerse que Ucrania de defenderse, pero Vladimir Putin se enfrenta a la sorpresa y desengaño de no ser capaz de arrollar en un país menor, más pobre y peor armado.

Esto no significa que el presidente ruso vaya a batirse necesariamente en retirada: un león herido puede ser todavía más agresivo, pero parece que su ejército ni goza de la capacidad de maniobra que creía ni mucho menos de la posibilidad de imponer su voluntad de inmediato.

Mirando a los siglos de historia rusa, quizá no sea tan difícil entender los motivos de Putin: el país ha tenido repetidamente una política expansionista agresiva, que le ha permitido convertirse en la nación más dilatada del planeta, con 11 franjas horarias. Es algo conseguido mediante expediciones de ocupación y conquista, justificadas con la preocupación por su propia seguridad.

El imperio ruso, el soviético o la Rusia que hoy gobierna Putin, no ha basado sus éxitos militares en un poderío militar que les ofrecía victorias fulminantes, sino en lo dilatado de su territorio que le ha puesto al abrigo de invasiones o le ha permitido desgastar a sus enemigos.

Una teoría para explicar la crisis actual es que la indecisión norteamericana fue la principal causante de la invasión rusa: Washington, que tenía conocimiento de los planes de Moscú para atacar Ucrania y llevaba semanas advirtiendo de que se estaba preparando una invasión, no tuvo la clarividencia de presionar al presidente ucraniano Zelenski para que renunciara a cualquier intento de provocar a Moscú. Es algo que Zelenski hizo repetidamente al anunciar su deseo de integrarse en la OTAN, cuando Putin quería un compromiso de neutralidad, o una adhesión a la política rusa semejante a la que recibe de Bielorrusia.

Pero el análisis podía ser desacertado: Tal vez Putin simplemente daba los primeros pasos para recuperar el imperio soviético, desaparecido a finales del siglo pasado, en lo que él mismo calificó como uno de los mayores desastres de la historia reciente. Con Joe Biden en la Casa Blanca, tal vez le pareció el momento de aprovechar la que percibía como debilidad e indecisión en Washington y, en consecuencia, en todo el mundo occidental.

Al mismo tiempo, si Washington tan convencido estaba de las intenciones rusas, cabe preguntarse cuáles fueron sus motivos para dejar a los ucranianos sin protección. Recordemos que Estados Unidos, al desmembrarse el imperio soviético, insistió en privar a la nueva nación independiente ucraniana de sus pequeños arsenales atómicos que tal vez la habrían puesto al abrigo de los ataques rusos.

Pero todo esto pertenece ya a la historia, o al menos al pasado: la guerra de Ucrania puede ser para Putin lo que la invasión de Afganistán fue para la Unión Soviética en las postrimerías de su imperio. De continuar como hasta ahora, una sangría continuada en Ucrania pondría en peligro la supervivencia del régimen -o tal vez la persona- de Putin. Hoy, como entonces, Moscú no supo valorar ni la capacidad de resistencia del territorio invadido, ni el nivel de apoyo internacional.