n la Federación Rusa -145 millones de habitantes sobre 17 millones de km2- se hablan 196 idiomas, incluyendo el ruso que lo habla prácticamente la totalidad de la población. Pero 195 de estas lenguas se usan cada vez menos.
Y este descenso de la pluralidad lingüística no es ni casual ni fruto de las decadencias demográficas de las respectivas minorías étnicas; es un retroceso buscado (y conseguido) por el Gobierno central.
Según su Constitución, Rusia es una federación plurinacional de 83 entidades políticas (entre ellas, dos ciudades: Moscú y San Petersburgo), pero desde que se liberó en la Edad Media de la Horda de Oro mongol, todos los gobernantes que hubo en los territorios de la Rusia actual han tenido una visión centralista y absolutista del poder... hayan, o no, podido ponerla en práctica. Este concepto del poder encaja muy mal con una estructura federal y aún menos, con la tolerancia de ningún tipo de discrepancia, desde la política hasta la cultural. La tolerancia gubernamental que hubo -desde los zares hasta Putin, pasando por el estalinismo- fue pura dialéctica; más impotencia de uniformar que tolerancia real.
Es justamente en el terreno lingüístico donde se evidencia el difícil maridaje del pluralismo con la necesidad de una unidad administrativa. Para que el país funcione como tal, necesita que todo el mundo entienda un mismo idioma. Moscú lo ha logrado: el 99,7%de la población habla, lee y escribe el ruso.
Los idiomas vernáculos son tolerados hoy en día en la medida en que tienen suficiente raigambre para poder coexistir con la parla nacional. Pero la conducta cultural de Gobierno federal contradice claramente la premisa federalista y así, los exámenes de ingreso en las universidades de las distintas regiones con minorías étnicas se hacen exclusivamente en ruso; y desde hace tres años ya no es obligatoria la enseñanza en las escuelas del idioma vernáculo. De esta manera, la presión uniformadora del hace cada vez mayor y son muchas las regiones con idioma propio donde el conocimiento del mismo retrocede rápidamente porque "...con el ruso ya nos basta...".
Naturalmente, existe en todos los territorios núcleos de defensores de las culturas y tradiciones ancestrales. Sobre todo, las regiones turcófonas de mayor densidad demográfica -como el Tartaristán o Yakuta- luchan por su herencia cultural. Pero lo hacen sin ímpetu, sin pasión y sin hacer del tema un caballo de batalla de política local o, ni mucho menos, nacional. Y en las minorías menores, el futuro de sus culturas parece deplorable.
Así, por ejemplo, en la región de Chuvachia (curso medio del Volga, orilla derecha, 1,2 millones de habitantes, de los cuales el 67% son de etnia chuvaquia), la UNESCO ha pronosticado que dentro de tres decenios ya nadie hablará chuvaquio allá.
En la mayor parte de las regiones turcófonas el porcentaje de "oriundos" es mucho menor que en Chuvachia, nación que originariamente formaba parte del kanato tártaro y se unió voluntariamente en el siglo XVI al pujante imperio ruso. En todas estas regiones, idiomas y culturas primigenias están retrocediendo ante el ruso promovido por Moscú. Pero aún así, el idioma será lo último que pierdan de su identidad histórica.