icen que los deportistas han de saber ganar sin avasallar y perder sin rencor, pero en la actualidad política norteamericana parece que ni los unos ni los otros han aprendido estas normas elementales y las tensiones entre ambos partidos siguen tanto o más agudas antes de las elecciones.
Esto es patente tanto en la Casa Blanca, a pesar de las declaraciones del presidente Biden para restablecer la “unidad” en el país, como en el Congreso, donde la inesperada mayoría absoluta de los demócratas no les ha impulsado a ser magnánimos ante sus derrotados enemigos, sino a presionarles e incluso acosarles de una manera sin precedentes en las ultimas décadas.
Nos aseguran que en los primeros tiempos de la nueva República norteamericana los políticos de Estados Unidos reaccionaban con frecuencia de forma violenta, pero a lo largo de dos siglos y medio y en una situación económica mucho mas holgada, el tono de los enfrentamientos se fue suavizando y la conducta en ambas Cámaras permitía hablar de gentlemen y gentleladies, es decir, personajes amables.
Durante la época de Ronald Reagan, era frecuente ver a legisladores de los partidos opuestos compartiendo mesa y copas en bares y restaurantes y el propio Reagan aseguraba que esta buena relación había permitido mas de una vez superar enfrentamientos políticos que parecían insalvables.
Todo esto parece haber desaparecido ahora. Ya la situación era evidentemente distinta durante la presidencia y, ya antes, la campaña electoral de Donald Trump, aunque la acritud en las relaciones de ambas ideologías era ya anterior y sus inicios quizá se puedan situar en el Partido del Té, un grupo informal pero muy amplio, de conservadores totalmente opuestos a las políticas de Barack Obama, un presidente que llegó a la Casa Blanca en medio de la crisis económica surgida en 2008 y se vio obligado a tomar fuertes medidas coyunturales.
El tono ha ido subiendo en los últimos doce años y ahora los desacuerdos son evidentes a todos, igual que la falta de deportividad de los personajes involucrados.
Así, por ejemplo, el presidente Biden se niega a que Trump tenga los privilegios habituales de los expresidentes, que les permiten seguir recibiendo informes secretos. Sus declaraciones este fin de semana fueron, sin lugar a dudas, muy bien recibidas por los demócratas, pero sin duda amargaron aún más a los derrotados republicanos a quienes, según su discurso inaugural, quería tender una mano.
Mas reales son las divisiones en el Congreso, donde no se trata ya de puyas verbales, sino de acciones concretas. Así, por ejemplo, los demócratas utilizaron su escasa mayoría para expulsar a la congresista republicana de Georgia, Marjoria T. Greene, de una de las comisiones de la Camara de Representantes porque expresó dudas en cuanto a los resultados electorales y por qué la consideran excesivamente conservadora.
La congresista en cuestión ha entonado el mea culpa y asegura que reconoce haber estado equivocada, pero esto no ha bastado para que le devuelvan su puesto en la comisión a la que pertenecía, sino que varios legisladores de California la persiguen todavía y la quieren expulsar incluso de la Cámara de Representantes.
Tanto si lo consiguen como si no, pueden ustedes imaginarse que semejante vendetta no contribuirá a la tan cacareada unidad que todos dicen desear.
Y si esto ocurre a la vista diaria del público dentro y fuera del país, también continúan los enfrentamientos ideológicos menos visibles, entre las elites progresistas académicas y financieras y los ciudadanos de a pie de ingresos limitados.
Los primeros efectos del nuevo enfrentamiento no tardaremos en verlos, pues aquí los comicios son algo constante: tan solo faltan 19 meses para las próximas elecciones legislativas en las que se decidirán todos los escaños de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, lo que significa que en menos de un año casi 400 campañas electorales sacudirán a los sufridos ciudadanos con sus eslóganes, condenas y reivindicaciones.
El resultado será un Congreso todavía imprevisible en cuanto a su orientación política, pero casi seguro aún más polarizado y con dificultades para cumplir sus obligaciones constitucionales de ayudar al presidente a gobernar y atender a los ciudadanos de sus correspondientes jurisdicciones.
Y así, el país que se considera desde hace tanto tiempo el paladín y defensor de las democracias, va abocado a una democracia paralítica.