el presidente Donald Trump aparece ante la opinión pública mundial -e incluso ante más de la mitad de los norteamericanos- como el maléfico de la política. Lo sea o no, lo que a buen seguro no es, es el único: Boris Johnson, Orbán, Erdogan, Putin, el general Sisi -para citar sólo unos cuantos- no le van a la zaga en autoritarismo; Johnson incluso le gana en menosprecio a las instituciones democráticas.
Como la lista de mal gobierno es muy larga y, con las variaciones pertinentes, se da en casi todos los sitios, la conclusión obligada es pensar que la raíz del mal no está en los dirigentes políticos, sino en la sociedad. Y esto, por partida doble. Por un lado, las respectivas poblaciones toleran a estos dirigentes o incluso les siguen. Las tropelías humanitarias, el nepotismo y las ínfulas cesaristas no irritan porque a nivel personal se practican a troche y moche. Y allá donde este tipo de política disgusta, la gente la tolera si goza al mismo tiempo de un relativo bienestar. Es la puesta en práctica del dicho “dame pan y llámame tonto”.
Por el otro lado, en la cultura surgida en la postguerra, prima desde 1945 el éxito por encima de todo y destierra la buena educación y la cultura general por “improductivas”. Por esta misma razón se ha quedado sin el elemento de control básico que era la conciencia moral. Una sociedad que ha olvidado el Sermón de la Montaña, o para los que nunca creyeron, ignoró siempre la definición de Rosa Luxemburg de lo que es democracia (“el derecho de los otros”), difícilmente se puede sentir incómoda con los criterios gubernamentales de Trump, con el egocentrismo ilimitado de Johnson o el cesarismo de Erdogan. Y estas políticas al margen de la moral más elemental y los principios fundamentales del Estado de derecho son soportadas fácilmente en las sociedades que toleran como mal menor justamente el pisoteo de la moral y de las bases del Estado de Derecho.
El mal es el mismo en todas partes, aunque se llega a él por dos caminos antagónicos. En las sociedades opulentas, donde el placer personal se impone, toda norma que restrinja el gozo físico -sea droga, sexo o la pereza- es rechazada de plano, aunque ello lleve al poder a un presidente malquisto.
Y en las sociedades donde llegar al día siguiente ileso, fuera de la cárcel y con el hambre medio engañada es una buena noticia, las masas carecen de recursos y conocimientos para ejercer una oposición política y combatir la plaga de los gobiernos abusivos.
Pero, por faz o por nefás, la plaga de los gobernantes opresivos es una constante en la historia de la Humanidad; y con más de cinco mil años, es un historia bien larga.