Cada generación tiene imágenes que definen su tiempo, sus ilusiones o sus horrores, sus fantasías, sus candores o sus pesadillas. Si tuviera que elegir media docena de fotografías que marcan mi biografía, una de ellas sería la de los tanques que se dirigen a la Plaza de Tiananmen cuando el señor de la bolsa opone su frágil cuerpo y su determinación de gigante. Recuerdo que tuve en mi habitación y luego en mi despacho, durante años, un póster con esa imagen, que editó el Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz. Eran los tiempos de José Ángel Cuerda, claro está.
Es una fotografía icónica, de una fantástica potencia visual. Es quizá la representación contemporánea más brutal del mito de David y Goliat. David armado de una bolsa de la compra, Goliat vestido de hierro, armado de fuego y multiplicado en una hilera interminable a la espera de entrar en batalla. En la historia bíblica David venció. En Tianamen el hierro se lo tragó.
Me entero ahora de que en realidad fueron cuatro los fotógrafos que pudieron tomar la escena desde el balcón a unos 300 metros de distancia: Jeff Widener (AP), Charlie Cole (Newsweek), Stuart Franklin (Magnum) y Arthur Tsang (Reuters). Sus fotos, en el mismo momento, desde el mismo lugar, son necesariamente muy similares. Juraría que la foto que publicó el Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz era de Widener, pero mi memoria puede fallar.
Vienen estos recuerdos al caso porque ayer falleció Charlie Cole. Él recibió el Premio World Press Photo por su foto. Stuart Franklin recibió una nominación. Cole mostró un primer plano con tres tanques, en recta hilera, idénticos, y el hombre de la bolsa erguido de espalda y erguido de tenacidad. No me pregunten porqué la instantánea de Cole fue a juicio del jurado mejor que las de sus compañeros.
Eran tiempos en que todavía creíamos que China podría evolucionar hacia un sistema de derecho, hacia algún tipo de democracia adaptada a su identidad. El sistema soviético se resquebrajaba y todo parecía posible. China era el país más poblado del mundo, pero su economía era menos que la mitad de Japón y muy similar a la de India.
20 años después, en 2008, se organizaron las Olimpiadas en Pekín. Aún nos decían que la organización de semejante evento obligaría al régimen a abrirse, pero eso ya no se lo pudo creer casi nadie. Se celebraron las Olimpiadas en China porque el país era ya un potencia global cuyo peso económico doblaba el de Japón y triplicaba el indio. China, con milenios de historia y una cultura muy fuerte, con una economía que había pasado de regional a global, con un poder militar temible, comenzaba además a tener potencia científica, tecnológica y creativa propias. China no admitiría ya ser integrada en el sistema internacional. Era ya suficientemente fuerte como para que el sistema internacional se le acomodara y, ya redefinido, le hiciera sitio. En eso estamos. Quizá, de entre lo posible, sea lo menos malo. Quién sabe.
De aquellos días de 1989 recuerdo una conversación en las aulas de la universidad con un buen amigo. Me decía que las manifestaciones de Tiananmen terminarían en un charco de sangre. Yo, con esa ingenua seguridad que da la juventud, le dije que no, que en esos tiempos que estábamos viviendo, con la información retransmitida en tiempo real por la televisión, las cosas no se podía ya resolver así. Pasaron los tanques sobre mis palabras. Desde entonces procuro ser más prudente en mis vaticinios.