Esta semana una nueva caravana de hondureños sale de su país hacia los Estados Unidos buscando allí oportunidades de un futuro mejor. Son hombres y mujeres, son niños, jóvenes, adultos y personas de edad, hay parejas, familias monoparentales y personas LGTBI. Afrontan un camino de más de 3.000 kilómetros que harán en parte a pie y, por momentos, aprovechando los más diversos medios de transporte que se les ofrezcan.
De los casi 14.000 hondureños que han llegado a la frontera de los Estados Unidos en los últimos meses, bien por libre, bien en las diversas caravanas previas, más de la mitad han dado ya media vuelta y retornado a su país, o quieren hacerlo, al haberse topado con la constancia del fracaso del intento. Unos pocos miles aguardan aún en campamentos fronterizos en México. Se calcula que en el mejor de los casos, después de ese sacrifico sin medida, quizá un 1% por cierto conseguirá entrar legalmente al país, tras un año de espera y papeleo.
Quienes salen esta semana se encontrarán en la frontera de Estados Unidos con un muro y con las puertas cerradas. Las baladronas de Trump ya las conocemos y coincidimos en despreciarlas. Quien siga esta columna sabe de mi poca simpatía por el personaje. Pero no insistiré hoy en denunciar sus miserias, sus locuras y sus crueldades. Hoy prefiero preguntarme por la otra parte de la historia: por qué estos miles de personas salen de su país sabiendo que van al sacrificio extremo, al dolor y al agotamiento, con mínimas posibilidades de éxito. Honduras, que no llega a los 10 millones de habitantes, tiene más de un millón de nacionales en los Estados Unidos (y unos 150.000 en España).
Este es uno de los países más violentos del mundo: el crimen organizado, los traficantes, las maras y la delincuencia común provocan una de las tasas de homicidios más altas. El desempleo y la pobreza, la falta de libertades, el descrédito de lo público y de la política, la corrupción endémica y la lamentable situación de los servicios sociales, educativos y de salud, terminan de completar el escenario.
Honduras es, sin embargo, un país bendecido por la naturaleza (si exceptuamos huracanes, como el terrible Mitch de hace ya 20 años) y la geografía. Es uno de esos pocos que tienen acceso a dos océanos. Sus recursos hídricos y su riqueza biológica son inmensos. Su patrimonio cultural y arqueológico, sus paisajes, su naturaleza y su potencial turístico son enormes, incluyendo 600 kilómetros de costa caribeña. Pero es un país que ha expulsado a sus habitantes negándoles lo más básico, condenados por la corrupción, la violencia, la ineficiencia del sector público, la pésima calidad de la educación, la desigualdad social y de género, y por el crecimiento demográfico. A día de hoy la principal riqueza del país no es el café (siendo el quinto productor mundial) sino las remesas de los emigrantes, que suponen el 20% del PIB.
Sería reconfortante poder culpar a Trump de las sufrimientos de estos migrantes. Pero no debemos buscar fuera del país las causas de sus males ni las vías de solución. Quienes caminan blanden banderas hondureñas y entonan el himno de ese país que les ha maltratado y en el que debían haber encontrado el futuro y la esperanza que ahora buscan en el norte... a pesar de Trump y su falta de humanidad.