La verborrea de Trump no tendría más trascendencia que la de la política cotidiana estadounidense -a pesar de que ha sido decisiva para su victoria electoral- si no fuera porque sus hechos contradicen empecinadamente uno de los axiomas de la historia, el de que siempre acaban triunfando las mayorías. Y hasta ahora la política exterior de Donald Trump no tan sólo ha sido de enfrentarse a casi todo el mundo, sino que está haciendo con fruición cada día más y más enemigos. Irán, China, la Unión Europea, la premier británica, Theresa May, Méjico... Son sólo los más conocidos de los socios, vecinos y examigos de los EEUU.
Cada caso, en su momento, podría explicarse (pero no justificarse) desde el punto de vista de aquel instante. Incluso alguna que otra confrontación comercial o política podría incluso justificarse y acabar con una victoria de Washington. Pero el hiperactivismo político de Trump está consiguiendo que el coloso estadounidense -aún es la primera potencia militar y económica del mundo, aunque no tan por encima del resto del mundo como hace 60 años- se las tenga tiesas con todos sus contrincantes al mismo tiempo.
Todo esto es tan evidente que decirlo resulta una perogrullada. Porque el mismo presidente y todo su equipo saben de sobras que la historia es un rosario de triunfos de las mayorías, tanto en los campos de batalla como en los comicios. Y las mayorías se han fraguado siempre a base de alianzas. Así, Roma conquistó el mundo en la antigüedad, incorporando a los derrotados a sus legiones hasta disponer del mayor ejército -y de la mejor administración- de la época. Los francos conquistaron Galia sólo cuando sus tribus se confederaron; los godos pulverizaron los ejércitos bizantinos en Andrinópolis tan solo cuando se unieron a las tribus transdanubianas; las hordas de Gengis Khan mandaron en Asia y Europa solo después de que éste uniera a todas las tribus de las estepas; o -y concluyo para no alargar en exceso la lista de ejemplos- los otomanos consiguieron lo que ningún invasor turco había logrado antes.
Pero si se mira la trayectoria política de Trump desde su llegada a la Casa Blanca, en ella no hay ni rastro de intento de unificar nada ni de aliarse con nadie. Todo lo contrario, él le canta las cuarenta hasta al lucero del alba y amenaza con la guerra a grandes y chicos. Bueno, en honor a la verdad y al mínimo de prudencia que parece mantener, Trump solo ha hecho resonar la caja de los truenos con la arruinada Corea del Norte y un Irán cuya población ansía cada vez más el bienestar procedente de las relaciones comerciales que las bienaventuranzas prometidas por los ayatolás.
Pero este deje de realismo no ayuda a explicar la conducta del actual presidente estadounidense. Y viéndola en su conjunto, uno se inclina a creer que la clave está en que Donald Trump es un poeta; poeta frustrado, pero poeta. Y enamorado hasta la médula del escrito en el que nuestro Francisco de Quevedo decía que: “Yo hablo mal de muchos y muchos hablan mal de mí: pues más valgo yo, por ser uno contra todos”.