La política cotidiana en Ulán Bator (1.500.000 habitantes, la mitad de todo el censo nacional), la capital de Mongolia, es habitualmente el forcejeo parlamentario de intereses y cuitas más bien menores de los distintos grupos sociales del país.

En realidad, nada heroico que resalte los valores democráticos mongoles, un país tres veces mayor que España, pero poblado por poco más de tres millones de habitantes que malviven con una renta anual bruta de 11.000 dólares.

Pero a finales del pasado mes de julio, la capital fue escenario de un alarde de democracia básica: la intervención ciudadana impidió un secuestro político llevado a cabo por un país extranjero -Turquía- y que en principio iba a ser tolerado por el Gobierno mongol. Y si este hito de justicia popular es mongol, la historia del episodio es turca al 100%.

El núcleo del episodio es el odio visceral del presidente turco, Erdogan, al dirigente religioso Gülen. Para Ankara era intolerable que Mongolia, un país con el que mantiene muy buenas relaciones y hasta le financia buena parte de la atención religiosa a la minoría musulmana, tuviera una escuela adscrita a la organización del teólogo turco Fethullah Gülen. Para mayor irritación turca, al frente de ese centro está un ciudadano turco, Veysa Akçay, quien vive en Mongolia desde hace 24 años y se ha labrado allá un sólido afecto y prestigio.

En vista de que las gestiones oficiales de Ankara para que se cerrase ese centro gülista y se despidiera a Akçay no daban resultados, se echó mano de métodos estalinistas. A primera hora de la mañana aparcó una furgoneta delante de la escuela gülista y los 5 ocupantes de la misma se llevaron a rastras a Akçay con ellos.

El episodio fue observado por vecinos de la escuela que alertaron a la familia de Akçay y a todo el vecindario, reclamando la intervención de las autoridades mongolas. Y como no sólo que esto no sucedía, sino que se corrió la voz de que un avión militar turco tenía anunciado su aterrizaje en el aeropuerto de Ulán Bator para aquella misma mañana, con una estancia de unas pocas horas, la protesta vecinal creció vertiginosamente hasta transformarse en una multitudinaria manifestación popular que exigía la liberación de Akçay.

Las autoridades turcas no se daban por aludidas, pero el primer ministro mongol -Yargal Dambardayá- sí que vio en peligro su futuro político y pasó de la “ignorancia conveniente” a una militancia populista más que oportuna. Ordenó que se impidiera el despegue del avión militar turco hasta que no apareciese vivo y coleando el maestro Akçay, cosa que acabó por suceder el mismo día.