Las aldeas de refugiados norcoreanos que se asentaron al sur de la frontera viven expectantes la cumbre del próximo viernes entre las dos Coreas, mientras tratan de mantener viva la ilusión cada vez más agonizante de la reunificación.
La villa de Abbai, hoy convertida en un pequeño barrio enclaustrado en la zona portuaria de la ciudad de Sokcho (unos 150 kilómetros al noreste de Seúl), se considera el pueblo por excelencia de este exilio forzado por la Guerra de Corea. Sus laberínticas callejas, más estrechas que las ya de por sí angostas vías del Sur, y sus tejados de pizarra coreana tradicional hacen que aún se respire el profundo sentimiento de comunidad y de respeto por las viejas costumbres que trajeron consigo los primeros refugiados que se asentaron tras firmarse el alto el fuego en 1953.
Se mudaron aquí, a uno de los puntos mas septentrionales de Corea del Sur, para estar lo más cerca posible de las familias que habían dejado al otro lado de una frontera situada a solo 50 kilómetros y que confiaban en ver pronto abierta de nuevo, algo que a día de hoy aún no ha sucedido.
“Tenía 3 años cuando fuimos evacuados. Todo lo que recuerdo es lo duro de vivir en Corea del Norte siendo tan pobre”, explica Park Kyung-soo, que a sus 71 años regenta un restaurante en Abbai que sirve especialidades típicas de su región natal de Hamgyong (costa nororiental norcoreana).
Al igual que ella, la mayoría de moradores originales de Abbai fueron llevados desde Hamgyong, escenario de la que probablemente fue la mayor evacuación de civiles norcoreanos durante la guerra coincidiendo con la irrupción del ejército de voluntarios chinos a final de 1950, hasta las proximidades de la ciudad de Busan.
De los más de 6.400 refugiados que acabaron mudándose a Abbai (que significa algo similar a “patriarca” en dialecto de Hamgyong) todos los que eran adultos han fallecido y los únicos norcoreanos que quedan vivos y repartidos en un centenar de hogares del barrio pertenecen a la llamada Generación 1.5. Esto significa que, como ella, eran demasiado pequeños y apenas recuerdan nada del país que les vio nacer.
“Los mayores -los 1.5- seguimos queriendo la reunificación en todo caso. La segunda generación nació surcoreana, no tiene ningún recuerdo del Norte ni tampoco de la evacuación, con lo que obviamente no tienen el mismo interés en que acabe la división”, afirma Park, cuyo marido también es un “1.5”.
Aunque el deseo de volver a unir la península sea cada vez menos popular en el Sur (especialmente entre los jóvenes, según las encuestas), Park confía en que el presidente surcoreano, Moon Jae-in, hará todo lo posible en la cumbre con el líder norcoreano para que los dos países, técnicamente aún en guerra, profundicen en su acercamiento.
Y es que, como ella, Moon es hijo de norcoreanos de Hamgyong y nació en el campo de refugiados de la isla de Geoje (justamente a donde fueron evacuados Park y su familia), con lo que su vínculo con el conflicto y la división de la península también es muy cercano.
“Mi mensaje para Moon es que creo que lo está haciendo bien. Tengo fe en que lo hará lo mejor posible. Solo deseo más diálogo y la reunificación”, transmite Park.
La mujer recuerda que sus padres, pese a hacer siempre hincapié en que no echaban de menos las agotadoras sesiones de autocrítica a las que obliga el Partido de los Trabajadores, siempre hablaban de sus ganas de volver a su pueblo, Goseong, deseo que nunca vieron cumplido (fallecieron hace más de una década) y que a ella le gustaría hacer realidad. “Sería el primer sitio al que iría en Corea del Norte si pudiera”, concluye convencida.
A algo más de 40 kilómetros hacia el norte desde Abbai se llega a Myeongpa-ri, el municipio más al norte de Corea del Sur situado a apenas 4 kilómetros de la zona desmilitarizada que divide ambos países y donde unas 50 familias de refugiados se asentaron en 1958 con idéntica esperanza de que la frontera volviera a ser permeable.