Washington - En medio de un ambiente político dominado por divisiones y resentimientos, la economía norteamericana va viento en popa: los salarios suben, el paro baja, los índices de crecimiento aumentan y -por ahora- las bolsas van batiendo récords. La situación ha mejorado desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, pero la marcha favorable había empezado ya con su predecesor, Barak Obama, aunque en estos momentos se ha acelerado. Hay desacuerdo a la hora de interpretar estas mejoras y corresponden al cristal con que lo miran demócratas o republicanos. ¿Están ahora recogiendo los frutos de lo que sembró Obama o es una reacción a lo ocurrido en la nueva etapa de dominio republicano?

Ciertamente, la reacción empresarial a la reforma fiscal ha sido espectacular, con generosos bonos entregados a sus empleados y planes de ampliación, pero de momento el público norteamericano no atribuye estos beneficios a Trump. Y ciertamente, la reforma fiscal es una ley que, como todas, corresponde al Congreso y no a la Casa Blanca, pero también es cierto que en este caso, Trump utilizó el “púlpito” para jalear la opinión pública en favor de la nueva ley, algo que no hizo en la fracasada reforma del seguro médico.

Tanto o más que la reforma fiscal, cuyos frutos todavía no se pueden recoger porque apenas está entrando en vigor, hay un impulso debido claramente a Trump, que consiste en eliminar normativas. En campaña prometió acabar con dos normas por cada una que entraba en vigor, pero la realidad ha superado de lejos estas promesas y de momento la proporción es de 24 a 1.

Para un país que divulga constantemente listas comparativas de las trabas que los empresarios encuentran en diversos lugares del mundo, y cuya filosofía oficial es permitir al máximo la iniciativa privada, es doloroso ver cómo se ha ido quedando a la zaga en libertad económica: del quinto lugar del mundo a principios de siglo ha pasado al puesto 17º a causa de las cortapisas burocráticas.

Tanto si el presidente Trump ha impulsado la bonanza económica como si corresponde a los ciclos habituales de crecimiento y contracción, lo cierto es que los datos son muy positivos: el paro está en el 4%, un punto por debajo de lo que los economistas consideran en la práctica pleno empleo; las empresas van aumentando los sueldos y compiten por contratar trabajadores; y la inflación es tan moderada que los sueldos no pierden poder adquisitivo.

Pero tanta belleza tiene sus dificultades también que, en este caso, son una repetición de un problema secular norteamericano: la escasez de mano de obra. Hoy en día, los patronos van tan faltos de personal que incluso dan primas a los empleados que les consiguen a alguien para llenar vacantes; ponen avisos en los locales de venta al público ¿no quisiera usted trabajar en nuestra empresa?, mientras que lugares afectados por desgracias naturales como huracanes o incendios tienen dificultades para conseguir obreros que reconstruyan casas e instalaciones públicas.

A todo esto, el presidente Trump y los que se oponen a la inmigración, siguen tratando de reducir el número de trabajadores extranjeros y ya han conseguido recortar los permisos de trabajo para inmigrantes, por mucho que las empresas clamen por importar gente que les permita aumentar su producción y clientela. Y habrá que ver cómo resuelve la situación Apple, que espera crear 20.000 puestos de trabajo con la repatriación de 250.000 dólares en beneficios acumulados en el extranjero.

Hace ya años que las explotaciones agrícolas o zonas pesqueras sufren las consecuencias de esta escasez, que ahora parece haberse extendido a todos los ámbitos. Trump celebra que “sus” reformas hayan generado tanto optimismo entre los empresarios que ahora suben los sueldos para repartirse el dinero que se ahorran en impuestos. Y ciertamente, empresas como Walmart, el mayor detallista del país, ha subido el sueldo mínimo de 9 a 11 dólares por hora, pero es probable que esté tanto o más motivado por la necesidad de retener a sus empleados y atraer a otros.

Las organizaciones antiinmigración aseguran que el problema no existe, que la única razón por la falta de mano de obra es que los salarios son insuficientes para atraer a los norteamericanos que prefieren quedarse en su casa en vez de competir con los sueldos que resultan atractivos para los extranjeros. Por su parte, los empresarios aseguran que es prácticamente imposible atraer a norteamericanos a ciertos tipos de trabajo que ofrecen pocas probabilidades de ascenso y garantizan una jornada dura.

El debate se parece al del huevo y la gallina, pero mientras los diferentes grupos defienden sus posiciones, la casa de la economía norteamericana está sin barrer, con fábricas que no pueden producir lo que podrían vender y empresas que renuncian a crecer por falta de personal.