Kabul - Un atentado suicida en la capital afgana contra un centro cultural de la minoría musulmana chií reivindicado por el grupo yihadista Estado Islámico (EI) causó ayer al menos 41 muertos y 84 heridos, culminando un sangriento 2017 en la capital afgana. El insurgente detonó los explosivos que portaba durante un seminario en un centro cultural de Kabul, que alberga también una madrasa o escuela coránica, una mezquita y las oficinas de la agencia de noticias afgana Sada-e-Afghan.

Un portavoz del Ministerio afgano de Salud Pública, Nasrat Rahimi, detalló en rueda de prensa que el atentado ocasionó 41 muertos, entre ellos dos niños, y 84 heridos, en su mayoría con graves quemaduras y de los cuales cinco están “en estado crítico”. El ataque estaba dirigido contra la minoría musulmana chií, a la que pertenece el Centro Cultural Tabyan. El portavoz de la Policía de Kabul, Basir Mujahid, detalló que “después de la primera explosión se produjeron dos más por bombas caseras coladas cerca de la entrada principal del edificio”, aunque “casi la totalidad de las víctimas se debieron al ataque suicida”.

La agencia Sada-e-Afghan precisó que cuando se produjo la deflagración, en el centro cultural se desarrollaba un seminario en el que se debatía la ocupación soviética de Afganistán. “La mayoría de las víctimas en el ataque de hoy eran jóvenes estudiantes y graduados universitarios”, apuntó en rueda de prensa el portavoz del Ministerio de Interior, Najib Danish. “Nos vengaremos de los terroristas por cada gota de sangra de los muertos y heridos”, sentenció.

El presidente afgano, Ashraf Gani, condenó el atentado, que calificó como “un crimen contra la humanidad”, y contrario a todos “los valores y principios islámicos y humanos”, según un comunicado difundido por el Palacio Presidencial.

El atentado fue reivindicado por el Estado Islámico en un mensaje difundido por el sitio web de propaganda Amaq, vinculado al grupo yihadista, en el que afirmó que un suicida se inmoló en ese centro cultural, que recibe apoyo iraní, anotó. Poco antes, uno de los portavoces talibanes, Zabihulah Mujahid, había rechazado la autoría del ataque. “Dicen que el objetivo era una agencia de noticias y un centro educativo, pero los combatientes del Emirato Islámico (como se autodenominan los talibanes) son más cuidadosos en ese aspecto y nunca comenten ese tipo de acciones”, remarcó Mujahid.

Avance talibán La capital afgana ha sido objetivo este año de graves ataques insurgentes. El 31 de mayo las fuerzas de seguridad lograban parar a la entrada de la zona de alta seguridad de Kabul un camión cargado de explosivos, que su conductor hizo volar allí mismo, causando el peor atentado ocurrido en la ciudad desde la caída del régimen talibán en 2001. El grupo encabezado por el mulá Haibatullah acabó con 150 vidas y causó 300 heridos. Asimismo, los atentados contra la minoría chií también son comunes en Afganistán y el último de ellos de relevancia se produjo en octubre, cuando murieron 39 personas y otras 45 resultaron heridas en un ataque en una mezquita en Kabul reivindicado también por el Estado Islámico.

Desde el final de la misión de combate de la OTAN en enero de 2015, Kabul ha ido perdiendo terreno ante los talibanes hasta controlar apenas un 57% del país, según el inspector especial general para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR) del Congreso de Estados Unidos. Además, el conflicto afgano está enquistado desde poco después de que la OTAN pusiera fin a su misión, un vacío que los afganos esperan sea cubierto por los alrededor de 3.000 soldados que el presidente estadounidense, Donald Trump, ha comprometido como parte de su nuevo plan para Afganistán. El estancamiento es tal que la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU ha pasado de considerar Afganistán un país en postconflicto a uno con una guerra en activo y una de las emergencias humanitarias “más complejas del mundo”.

En abril un proyectil GBU-43, apodado con el rimbombante nombre de la Madre de todas las bombas y uno de los de mayor poder del arsenal convencional estadounidense, cayó en la provincia occidental de Nangarhar sobre lo que se suponía era el bastión del grupo yihadista EI en este país. El devastador bombardeo acabó con una estratégica base del grupo terrorista y la vida de cerca de un centenar de insurgentes. Sin embargo, la gran bomba no cambió demasiado el tablero en favor de las fuerzas progubernamentales.

Aunque en 2017 el número de bajas civiles por el conflicto experimentó un descenso entre enero y septiembre del 6% con relación al mismo periodo del año precedente, el balance fue de 2.640 muertos y 5.379 heridos, según la misión de la ONU en Afganistán (Unama).

La nueva estrategia de Estados Unidos ha ampliado el rango de actuación de los ataques conjuntos de las tropas internacionales y afganas a una de las principales fuentes de financiación de los talibanes: la droga, de la que sacan unos 200 millones de dólares anuales. Todo ello en momentos en que la producción de opio creció un 87%, hasta alcanzar un volumen estimado de 9.000 toneladas, una cifra récord que se vio acompañada por un incremento del 63% de la superficie dedicada al cultivo de adormidera, según un informe del Gobierno afgano y las Naciones Unidas divulgado en noviembre pasado.

Pero quizá el síntoma más evidente del estancamiento del conflicto es la reiterada negativa de los talibanes a los llamamientos del Gobierno afgano para que se sienten a la mesa de negociación de un proceso de paz, dándoles como única alternativa a ello la derrota militar.