el atentado de Las Vegas, como ocurre siempre después de matanzas semejantes, ha vuelto a atizar en Estados Unidos el debate en torno a la tenencia de armas de fuego, por mucho que esta vez los dos bandos han cedido en sus posiciones desde el primer momento. Estos dos bandos están representados por la Asociación Nacional del Rifle, que representa a los millones de personas que tienen armas al amparo de la segunda enmienda de la Constitución, frente a muchos políticos demócratas convencidos de que el número de muertes violentas se reduciría si se limita el acceso a las armas.
El argumento habitual se repite hasta la saciedad: para unos, con menos pistolas y rifles habría menos víctimas mortales, por el simple hecho de que faltarían los utensilios para matar. El otro bando se centra en el aspecto defensivo que las armas pueden tener, algo especialmente importante en las grandes zonas rurales y semirrurales donde no se puede contar con la protección policial.
Es difícil, por no decir imposible, saber quién tiene más razón: es cierto que masacres como en Las Vegas no podrían ocurrir sin la disponibilidad de armas de fuego, pero también es cierto que en otros atentados han sido ciudadanos armados quienes han impedido males mayores. Pero, sobre todo, el principal argumento en favor de la tenencia de armas es? que es imposible eliminarlas, de forma que conviene más tener una población entrenada en su uso y preparada para protegerse.
Esta imposibilidad de eliminar las armas no se basa tan solo en la segunda enmienda de la Constitución, respaldada y confirmada repetidamente por el Tribunal Supremo, cuyos magistrados, en diversas ocasiones, han entendido de forma amplísima la frase de “ante la necesidad de tener una buena milicia para mantener un estado libre, no se limitará el derecho de la gente de poseer y llevar armas”.
Como sea, hoy en día, con o sin sentencias del Supremo, las armas son inevitables en la sociedad norteamericana, donde se estima que sus 330 millones de habitantes poseen 300 millones de armas, una cifra que podría ser incluso mayor. Ni siquiera una ley prohibiendo su tenencia, o al menos obligando a registrar las armas, sería suficiente para eliminarlas. Al contrario, lo más probable es que cumplieran la ley aquellas personas que no ofrecen peligro, en tanto que los delincuentes y los trastornados mentales las mantendrían ocultas y no las entregarían, representando así un peligro todavía mayor.
Lo cierto es que, en las últimas décadas, el perfil del ciudadano armado ha ido cambiando: si antes se trataba de aficionados a la caza y coleccionistas, hoy en día hay muchas mujeres que tienen en sus casas pistolas o fusiles simplemente para defenderse de posibles intrusos, toda vez que llamar a la policía es inútil en muchos lugares, no porque no acudan, sino porque hay pocos agentes a muchos kilómetros de distancia. Lo cierto es que en las clases de defensa personal es frecuente ver a más mujeres que hombres, hasta el punto de que el porcentaje de hombres armados ha bajado mientras que el de mujeres ha subido.
Ahora, como en ocasiones anteriores, se han levantado voces en el Congreso pidiendo mayor control, pero ya ni siquiera intentan que la gente renuncie a las armas, sino que se limite su capacidad; en el caso de Las Vegas, el asesino había convertido sus armas semiautomáticas en automáticas gracias a dispositivos aprobados? por el gobierno demócrata del presidente Obama, que tanto había abogado por limitar el acceso a cualquier tipo de armas.
Quizá el hecho de que podían cargar en hombros demócratas semejante descuido, ha impulsado nada menos que a la Asociación Nacional del Rifle, siempre opuesta a cualquier limitación, a recomendar que en el futuro se controle el aumento de la capacidad de tiro de las armas de fuego.
Pero todos admiten que nada puede proteger a la población de personas decididas a matar: Chicago, por ejemplo, es hoy la capital del crimen, pero es una ciudad en que las armas están prohibidas. Y nadie olvida que, para asesinar, no hacen falta pistolas ni fusiles, como se vio en Niza hace poco más de un año, o en Barcelona a finales de agosto.