faltan casi siete semanas para que Donald Trump se convierta en presidente, pero ha conseguido ya aplicar alguna de sus promesas y parece disfrutar de la característica que tanto buscaba Napoleón en sus oficiales: la de ser un hombre con suerte.
Porque tiene la suerte de que los datos económicos sean los mejores de los últimos ocho años, que el mercado del petróleo esté devolviendo la rentabilidad a los productores norteamericanos, que las bolsas hayan subido como la espuma en noviembre, que el paro haya bajado nuevamente o que el Partido Demócrata se halle en una de sus peores crisis de los tiempos recientes.
Tan solo las subidas de los mercados de valores tienen algo que ver con el mérito -con su elección-, pues reina el optimismo de creer que sus medidas serán buenas para la economía, o al menos para los inversores. Pero el crecimiento del último trimestre, el más alto desde la crisis con un 3% anualizado, o la subida del mercado inmobiliario a los niveles del 2006, o que la OPEP haya decidido cortar la producción y así apuntalar el precio del petróleo, o que el paro se sitúe en tan solo el 4,6%, no son producto de su elección ni de sus promesas electorales, pero le han de beneficiar igualmente en cuanto se instale en la Casa Blanca.
Entre tanto, a pesar de las críticas iniciales de los medios informativos que no se han resignado a su victoria electoral, Trump va avanzando en la formación de su Gabinete en lo que va más adelantado que sus dos predecesores inmediatos. Pero, sobre todo, ha empezado ya sus gestiones antes de hora para cumplir con una promesa electoral muy específica, que es la de impedir que las empresas norteamericanas se vayan con su música -es decir, sus fábricas y puestos de trabajo- a otra parte.
La semana pasado logró que la empresa de aparatos de aire acondicionado Carrier renunciara a trasladar a México una factoría del Estado de Indiana, lo que representa que unos mil obreros podrán mantener sus puestos de trabajo. Concretamente, Donald Trump se había referido a Carrier durante la campaña electoral, cuando aseguró repetidamente que si él fuera presidente impediría el traslado de la fábrica.
Lo ha hecho antes de convertirse en presidente, pero no de la manera anunciada en su campaña electoral, cuando prometió cargarles unos aranceles prohibitivos para traer su mercancía a Estados Unidos. A medida que se conocen más detalles, parece que aplicó su habilidad empresarial negociadora con atractivos fiscales y con algunas amenazas a la empresa principal del grupo Carrier, que vive principalmente de contratos con el gobierno federal.
Esto lo anunció antes de emprender un viaje triunfal a los estados e Ohio y de Indiana, del que todavía es gobernador su futuro vicepresidente, Mike Pence, para agradecer el voto de sus ciudadanos en las elecciones presidenciales y para disfrutar de los vítores con los que le recibieron los obreros que mantienen sus empleos.
oposición bajo mínimos Es algo que hizo todavía más evidente el contraste entre el entusiasmo de las clases populares por su futuro presidente y el desdén y rechazo continuado del sistema, tanto por parte de los simpatizantes del Partido Demócrata entre los que se encuentra la mayoría de los medios informativos, así como los políticos de una oposición cada vez más desesperada ante el panorama que le espera en los próximos meses.
Porque los demócratas no solo han perdido en los gobiernos y congresos estatales, sino también en el Congreso federal, donde los republicanos controlan ahora las dos Cámaras. En realidad, la única victoria demócrata se la llevó la aspirante a presidente, Hillary Clinton, quien recogió dos millones de votos más que Trump, aunque de poco le sirvieron porque el sistema electoral no se rige por voto popular simple sino por un sistema federal que cuenta votos electorales.
Para gobernar de forma efectiva, cualquier presidente necesita el apoyo del Congreso o, por lo menos, que no le puedan oponer una resistencia firme. Es precisamente lo que va a encontrar Trump, pues si bien el Senado tiene una ventaja republicana mínima, las normas aplicadas por los demócratas en la legislatura anterior eliminaron el sistema que limitaba la capacidad de acción del partido mayoritario, que exigía para casi todo una mayoría de 60 votos. Ahora basta con un solo voto de ventaja.
Eso es importante porque muchos de los cargos ministeriales, embajadas y algunos altos funcionarios, han de ser aprobados por el Senado que puede bloquear cualquier nombramiento. Pero si el partido mayoritario es el del presidente, es de esperar que apoyarán sus propuestas. En la legislatura anterior, cansados de la resistencia republicana a las iniciativas de Obama, el Senado controlado por los demócratas eliminó la exigencia de una mayoría de 60 votos y ahora que están en minoría, tendrán de vivir con unas consecuencias muy desagradables.
La situación le favorece a Trump también en la Cámara, donde los demócratas acaban de reelegir como líder a Nancy Pelosi quien, a sus 76 años y después de ocho años en el mismo cargo, difícilmente puede representar el cambio que parece ser la norma del momento.
Así, el mayor peligro para Trump es que no va a tener excusas cuando las promesas se enfrenten a la realidad y no puedan cumplirse. Los riesgos son evidentes: el paro, por ejemplo, ha llegado al nivel más bajo desde el 2007, pero no porque se hayan creado 178.000 empleos en noviembre, sino porque 200.000 personas se retiraron el mes pasado de la vida laboral.
De momento, el futuro presidente está viviendo una luna de miel.., con el riesgo de que acabe en un violento desencanto. Pero también podría tener suerte y montarse en la cresta de una ola favorable que le permita convertirse en el timonel de una etapa de crecimiento como la que presidió Ronald Reagan en los años 80. A fin de cuentas, la economía se mueve en ciclos y es posible que entremos ahora en una etapa de vacas gordas.