Todos hemos oído desde nuestra infancia eso de que el dinero no da la felicidad, pero también hemos entendido que compra muchas otras cosas, entre ellas el poder y lo hemos visto confirmado con la elección de Donald Trump, un hombre cuya mejor cualificación para el cargo es la fortuna que ha tenido a su disposición.

Lo que ya no era tan previsible es el dilema que se le plantea hoy al magnate neoyorquino: a menos de dos meses de tomar posesión, los miles de millones acumulados y su imperio financiero se han convertido en un obstáculo que por ahora nadie sabe cómo superar.

No es que los millones sean de por sí un problema: si bien varios presidentes - Bill Clinton o Barack Obama- han amasado una fortuna durante su estancia en la Casa Blanca o después de su mandato, en muchos casos ya llegaron con los millones acumulados: los dos presidentes Bush, Jimmy Carter, John Kennedy o Teddy y Frank D Roosevelt, para citar tan solo el último siglo, ya eran millonarios antes de llegar a la Oficina Oval.

Lo que es totalmente nuevo es el abasto del imperio financiero de Donald Trump, que no solo tiene inmuebles y campos de golf repartidos por todo el país, sino que ha invertido en el resto del mundo y ha conseguido que su nombre se convierta en una marca que basta para aumentar el valor a sus edificios. A diferencia de las fortunas heredadas por los Kennedy, Bush o Roosevelt, todo este entramado lo ha creado y lo ha estado dirigiendo él, gracias en parte a su energía que le permite trabajar más que a la mayoría de los mortales, pues según las personas que le conocen bien, tan solo necesita dormir cuatro horas al día. Sus inversiones no son tan solo complejas, sino que están tan ligadas a su nombre, que, si las intentara vender, perderían de inmediato mucho valor, pues el comprador no podría esperar el mismo rendimiento.

Son consideraciones que, según declaraciones de su familia, le hicieron renunciar hace varios años a la candidatura presidencial en la que ya estaba pensando. Pero sus hijos han ido tomando las riendas del negocio y ahora tiene tal confianza en la capacidad de Donald, Erik e Ivanka Trump, fruto de su primer matrimonio, que ya los cree capaces como para poner todo en sus manos y dejarlo a él libre para sus ambiciones políticas.

Los tres hijos también se sienten capaces de continuar por sí solos, pero si esto es posible desde el punto de vista del negocio, políticamente no está tan claro: tanto en su propio partido como entre los demócratas hay inquietud por un conflicto de intereses, real o aparente, pues la magnitud de sus inversiones internacionales es tan grande, que puede influir en las relaciones con otros países.

Trump asegura que sus hijos actuarán independientemente y recuerda que la Constitución norteamericana excluye a los presidentes de las normas para evitar conflictos de intereses que se aplican al resto de los mortales. Pero lo cierto es que, por mucho que él y su familia traten de separar la fortuna familiar de la gestión presidencial, será inevitable en muchos casos la impresión de que aprovecha su poderoso cargo en beneficio propio.

Méritos en el hotel Un ejemplo se ha dado ya en las dos semanas largas transcurridas desde la elección: el Hotel Trump de Washington, recientemente inaugurado, se ha convertido en un lugar favorito de muchas embajadas para alojar a sus visitantes: esperan hacer así méritos con el futuro presidente.

Las soluciones aplicadas por sus predecesores, no son útiles en su caso. Lo habitual ha sido que los presidentes pongan su dinero en un fondo ciego, administrado por alguien que ellos ni conocen y cuya gestión les está totalmente oculta. En el caso de Trump, si encontrara alguien de fuera capaz de aprender rápidamente la estrategia de su empresa, tan solo podría obtener resultados semejantes a los de hora si mantiene la marca Trump, con lo que no resuelve el problema.

Otros recomiendan que Trump simplemente liquide todas sus propiedades y ponga el dinero obtenido en uno de estos fondos. Si bien teóricamente es posible hacerlo a lo largo de varios meses, sus inversiones están tan ligadas a su nombre que la venta sería con grandes pérdidas, tanto para él como para sus herederos, además de los miles de empleados alrededor del mundo.

Entre tanto, las primeras vacaciones que Trump ha tomado desde las elecciones son también un ejemplo de estas dificultades: las ha pasado en su lujosa propiedad de Mar-a-Lago, una espléndida mansión situada en Florida, que forma parte de un lujoso club de golf de ocho hectáreas cuyos socios pagan una cuota de 14.000 dólares anuales y una entrada de 100.000 y genera ingresos brutos anuales de casi 30 millones de dólares. Si Trump quisiera venderlo, tendría que renunciar a esta, su segunda residencia, donde ha pasado sus vacaciones durante 20 años. Todavía más irónico es que Mar-a-Lago fue dado en herencia al Gobierno nortemaericano en 1973 para que sirviera de casa de vacaciones presidencial, pero siete años más tarde el Gobierno renunció a la donación porque habría sido prohibitivo garantizar la seguridad de los presidentes. Y precisamente ahora, cuando Mar-a-Lago es una propiedad privada, será el gobierno federal quien habrá de pagar estos gastos para proteger a Donald Trump. El futuro presidente espera el consejo de sus abogados, pero ya ha hecho filtrar su opinión de que mantendrá su plan inicial de ponerlo todo a nombre de sus hijos? con la promesa de no hablar nunca con ellos del negocio familiar. Es algo que sus amigos entienden como una bomba en manos de rivales políticos que no querrán creer que este multimillonario ya no buscará la fortuna, sino la gloria.