WASHINGTON - A menos de un mes para las elecciones norteamericanas, la campaña de los republicanos se ha convertido en un “sálvese quien pueda” después de los últimos tropiezos y desmanes del candidato presidencial Donald Trump, quien ahora se declara “libre” de las ligaduras que hasta ahora le había impuesto el respeto al partido en que milita oficialmente desde hace escasamente año y medio.
Para Trump, que hace diez días tan solo iba dos puntos por detrás de su rival demócrata Hillary Clinton en las encuestas de intención de voto, la campaña entró en barrena cuando se hicieron públicos unos comentarios de hace siete años, en que aseguraba que su buena situación económica y su fama le hacían irresistible a cualquier hembra que se le pusiera delante y que no dudaba en aprovecharse de tal supuesto encanto.
Después de un año largo de ir cediendo ante las posiciones de Trump, que normalmente habrían sido intolerables, las principales figuras republicanas decidieron que esta gota ya colmaba su vaso y le retiraron su apoyo, empezando por el congresista Paul Ryan, quien anunció que ya no acompañaría a Trump a los actos electorales sino que, en las pocas semanas de que aún dispone, tratará de mantener la mayoría republicana en la Cámara de Representantes que preside.
A la posición de Ryan se le sumaron senadores y congresistas en distanciarse de Trump, algo muy comprensible, pues lo que ahora más les preocupa no es quién ocupará la Casa Blanca, sino mantener sus propios escaños y la mayoría de su partido en las dos cámaras.
Y es que el grave problema para los republicanos es que la conducta de Trump no le pone solamente a él en peligro de ser derrotado, sino que están en juego el control del Senado -donde los republicanos tan solo ocupan 54 escaños, es decir, 3 por encima de los 51 necesarios para la mayoría, e incluso la Cámara de Representantes, donde corren también riesgos a pesar de que cuentan con 58 escaños más que sus rivales demócratas.
Así, el rechazo a Trump que parece haber surgido en estos últimos días no solamente lleva trazas de poner a Hillary Clinton en la Casa Blanca, sino que puede afectar a todo el Partido Republicano.
Ante semejante situación, es comprensible que los congresistas y senadores traten de alejarse de Trump como de la lepra, pero resulta igualmente claro que no les ha de ser muy fácil pues sus rivales demócratas, que anhelan recuperar el control del Congreso, no pierden ocasión de señalar que los republicanos militan en el mismo partido del magnate neoyorquino.
Trump tiene a partir de ahora pataletas diarias, y no solo por las nuevas denuncias de señoras que le acusan de acoso sexual, sino porque se considera marginado por los líderes republicanos, contra quienes profiere además amenazas para cuando se haya convertido en presidente. Una posición tan peligrosa como absurda, ya que si Trump ganase, no podría gobernar sin el apoyo de un Congreso con los de su propio partido. Si él perdiese y arrastrase tras de sí a los republicanos para poner el Congreso en manos demócratas, Hillary Clinton y su partido tomarían el control total del país.
Si entre los republicanos ha cundido el pánico y adoptan una política de salvarse cada uno como pueda, los demócratas tampoco pueden frotarse las manos, porque ha sido el rechazo popular a cualquier político establecido lo que ha permitido el auge de Trump.
Según las encuestas su apoyo no se limita a los 14 millones que votaron por él en las elecciones primarias, sino a cerca del 45% del electorado, es decir, unos 55 millones de norteamericanos que ven en él una alternativa a los políticos del “sistema” que tanto les repugna.
Este rechazo se registra en ambos partidos y, aunque Clinton tiene ahora más probabilidades de ganar, no por esto cuenta con grandes simpatías entre la población. El constante goteo de filtraciones acerca de los tejemanejes de su partido y sus contorsiones legales para mantener ocultos los correos electrónicos manejados en contra de las normas de seguridad nacional establecidas, la envuelven en una aureola negativa. Está claro que, si ocupase la Casa Blanca, sería porque los 65 millones de personas que probablemente le darán su voto, habrán optado por el mal menor.
Si ésta no es una buena manera de empezar el mandato, menos lo es cuando el país se enfrenta a una probable recesión -que según los economistas es altamente probable porque es lo que corresponde al ciclo económico tras una renqueante recuperación- y cuando el panorama internacional no es precisamente tranquilizante. De la quema en la opinión pública no se salva nadie: muchos consideran corrupto el Departamento de Justicia por haber tratado a Clinton con guante blanco en las irregularidades de sus emails.