aunque las advertencias sobre la posibilidad de un golpe de Estado en la Unión Soviética estaban desde hacía tiempo sobre la mesa, nada hacía suponer que el 19 de agosto de 1991 era el día señalado por el ala conservadora del PCUS para apartar del poder al presidente Mijaíl Gorbachov. Acosado, por un lado, por la anquilosada guardia comunista y, por otro, por los reformistas de nuevo cuño, como el presidente ruso Boris Yeltsin, y las élites regionales, ansiosas de hacerse con su parte del pastel del poder, Gorbachov ya no tenía recursos para gestionar el “proceso”, como gustaba decir el líder soviético.
El anuncio de la creación de un “comité estatal de emergencia” encabezado por el vicepresidente soviético, Guennadi Yanáev, y de una repentina enfermedad de Gorbachov que le impedía temporalmente cumplir sus funciones, puso una lápida a los intentos del líder soviético de democratizar el socialismo. En un alarde de fuerza, los golpistas ordenaron la entrada de tropas acorazadas en Moscú, decisión que resultó inútil y, según muchos analistas, fue un tiro por la culata en toda regla. Precisamente desde lo alto de uno de los carros blindados que había acudido a la Casa Blanca, la sede del Parlamento y el Gobierno ruso, Yeltsin proclamó su rechazo a los golpistas y llamó a la movilización popular para hacer frente a la asonada. Además, convocó a una huelga general indefinida e instó a la comunidad internacional a pronunciarse contra los golpistas.
La perestroika y la glásnost, las reformas y la apertura informativa, ya habían calado en la sociedad soviética, y miles de moscovitas, desafiando el estado de excepción, se concentraron y levantaron barricadas junto a la Casa Blanca para hacer frente a la asonada. “¿Sois conscientes de que anoche habéis dado un golpe de Estado?”, la pregunta de la joven periodista rusa Tatiana Málkina estalló como un latigazo en la sala de prensa en la que Yánaev, autoproclamado presidente en funciones, intentaba explicar la “enfermedad” de Gorbachov y las acciones del Comité de Emergencia. Las manos temblorosas del líder de golpistas delataban su nerviosismo.
Entretanto, la suerte de Gorbachov, recluido en su residencia estival de Foros (Crimea), seguía siendo un misterio para los soviéticos: para algunos el presidente soviético se había marginado él mismo de la situación dejando actuar a los golpistas, mientras que para otros era su prisionero, como se confirmó más tarde. El “comité de emergencia” había impuesto una rígida censura sobre los medios de información, permitiendo sólo la circulación de la prensa oficial comunista, pero aun así no consiguió acallar totalmente ni siquiera a los medios estatales. Incluso la televisión oficial, gracias al esfuerzo de sus periodistas, mostró imágenes de Yeltsin llamando desde lo alto del blindado a rechazar a los golpistas.
El tiempo y la credibilidad se les escurrían rápidamente a los golpistas, que no hallaban respuestas a la creciente movilización popular en Moscú y Leningrado (la actual San Petersburgo), pese a la implantación del estado de excepción. Ni siquiera el toque de queda impuesto al día siguiente, el 20 de agosto, consiguió impedir las manifestaciones antigolpistas, que se cobraron tres víctimas mortales. El derramamiento de sangre disparó las disensiones en los altos mandos de la Fuerzas Armadas, que consiguieron que el ministro de Defensa, Dmitri Yázov, miembro del “comité de emergencia”, ordenara el retorno de las tropas a sus cuarteles, que comenzó a primera hora de la mañana del 21. La asonada ya estaba en sus últimos estertores, y así lo entendió Yeltsin, que envió a su vicepresidente, Alexandr Rutskói, a Foros a buscar a Gorbachov. La madrugada del 22 de agosto el presidente soviético regresó con Rutskói a Moscú, la capital de un país que ya no gobernaba y que terminaría por desintegrarse en sólo cuatro meses.
testamento en revisión El fallido golpe de Estado dio paso a la división de la URSS en quince países independientes, de los que algunos se alinearon con Occidente y otros permanecieron en la órbita del Kremlin, testamento que Rusia quiere ahora revisar. Aunque las tres repúblicas bálticas ya habían dado el pistoletazo de salida a la desintegración en 1990, fue la asonada la que allanó el camino para que el resto de repúblicas declararan su independencia, proceso que Gorbachov no pudo parar. Gorbachov debía haber luchado “por la integridad territorial de nuestro Estado (...) y no esconder la cabeza bajo la arena, dejando el culo al aire”, aseguró el presidente ruso, Vladímir Putin, a principios de año. Han pasado 25 años, pero la herida aún escuece entre los nostálgicos, ya que los bolcheviques heredaron un gran imperio forjado a sangre y fuego por los zares que se extendía por toda Eurasia.
La Gran Rusia no sólo dejó de ser una gran potencia de la noche a la mañana, sino que perdió numerosos territorios e ingentes recursos naturales, que la convirtieron en un gigante con pies de barro. El Kremlin nunca aceptó ese nuevo statu quo, que consideró una humillación, y no le ha importado ser condenado por la comunidad internacional y recibir una batería de sanciones con tal de revisar el testamento postsoviético.
Además de Rusia, sin lugar a dudas, Ucrania era la joya de la corona, ya que, aparte de ser el granero de Europa, representaba la hegemonía sobre el mar Negro y era el perfecto cinturón de seguridad para Moscú. En cambio, los ucranianos han ido gradualmente rompiendo lazos con el vecino del norte, que intentó frenar la ruptura con palancas de presión como el gas para evitar su acercamiento a Occidente y su ingreso en la OTAN. La ruptura definitiva se produjo cuando Putin convenció al Gobierno ucraniano para que renunciara en 2013 a firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea, lo que los ucranianos interpretaron como una injerencia intolerable.
Rusia aprovechó el vacío de poder provocado por la revolución en Kiev para anexionarse Crimea, estratégica península que garantiza el control del mar Negro, y apoyar abiertamente el levantamiento armado en el este de Ucrania Esto ha exacerbado aún más los ánimos antirrusos en la sociedad ucraniana, para la que la entrada en la UE y en la Alianza Atlántica es una cuestión de vida o muerte.
El líder ruso ha ideado toda clase de procesos de integración para maniatar al resto de repúblicas, pero apenas ha logrado retener a aquellas que dependen de los subsidios rusos. Es el caso de Bielorrusia, donde el último dictador de Europa, Alexandr Lukashenko, ha logrado conservar en formol a su país como una granja colectiva con ayuda del gas ruso a preciso de saldo. Lo mismo ocurre con Armenia, que necesita el apoyo del Ejército ruso en caso de agresión azerbaiyana por el control de Nagorno Karabaj, y con las centroasiáticas Kirguizistán y Tayikistán, países con frágiles economías que dependen de las remesas de sus emigrantes en Rusia.
Kazajistán, la locomotora económica de Asia Central, también ha apostado por seguir alineada con Rusia, pero con matices, ya que mantiene buenas relaciones políticas con EEUU y muy estrechos lazos comerciales con China. No ha logrado, en cambio, Putin mantener en su órbita a Azerbaiyán, el país más rico del Cáucaso y clave en la estrategia energética de la UE; ni a Georgia, el principal aliado de EEUU en la región y que no perdona al Kremlin que invadiera su territorio en 2008 y apoyara la independencia de Osetia del Sur y Abjasia. Moldavia tampoco quiere saber nada de Rusia, que apoya a la república separatista Transnistria; mientras las autoritarias Uzbekistán y Turkmenistán van por libre, aunque por sus exportaciones de gas parecen más cercanas a China que a Occidente.
Además, la agresiva política del Kremlin también ha alienado a las tres repúblicas bálticas, que ingresaron en la UE y la OTAN en 2004, y que se ha convertido en enemigos acérrimos de Rusia en el seno de ambas organizaciones.