WASHINGTON - Mientras las informaciones de Panamá siguen la atención de inspectores de Hacienda y llenando comentarios en medios informativos en todo el mundo, del mayor de los paraísos fiscales sigue beneficiando a los inversores, tanto nacionales como extranjeros, sin que muchos se percaten ni haya grandes deseos o posibilidades de aplicarle mayores controles. Este paraíso fiscal es tan grande porque es también la mayor economía del planeta: se trata nada menos que de Estados Unidos, no tanto porque los impuestos sean bajos, sino por una serie de normas que permiten de forma totalmente legal pagar poco o nada, a pesar de conseguir ganancias elevadas.

Quizá el ejemplo más llamativo, a pesar de la relativa poca atención que ha llamado hasta ahora, sea el caso del multimillonario Donald Trump de quien se sospecha que tiene liquidaciones fiscales próximas a cero. Otro tanto ocurre con fortunas semejantes a las suyas y con empresas e individuos dentro del país, o con las inversiones extranjeras en Estados Unidos, que no están ni de lejos sometidos al escrutinio que impusieron -precisamente las autoridades monetarias norteamericanas- sobre las instituciones financieras de otros países en que habían invertido los ciudadanos estadounidenses.

Tanto los contribuyentes norteamericanos como las personas jurídicas y entidades con presencia económica en EEUU, tienen muchas maneras de evitar el pago de impuestos, o por lo menos de reducirlos de forma importante y, además, hacerlo legalmente. Esto no significa que los tipos impositivos sean bajos, aunque muchos europeos tengamos la impresión de que sí lo son, pues el tipo máximo de impuesto federal no llega 40%, lo que está por debajo de los tipos españoles y de otros países occidentales. En realidad, el total a pagar acostumbra a ser más alto, pues a los impuestos federales hay que añadir los del estado de residencia que, en el peor de los casos como California el 13%, con lo que los tipos máximos pueden superar el 53%.

En impuestos sobre sociedades, EEUU va en cabeza con uno de los más altos del mundo, del 35%, algo que suscita constantes debates y peticiones para rebajarlo, en aras de la competitividad internacional, además de motivar a muchas empresas a trasladar sus sedes al extranjero en un proceso llamado de “inversión”, en que la empresa principal se convierte en filial americana para beneficiarse de unos tipos más bajos. Pero esto es solo parte de la historia, porque las desgravaciones son importantes y los contribuyentes particulares pueden deducir una serie considerable de gastos, como costos médicos y dinero que destinan a fondos de pensión particulares.

Otro capítulo son las empresas “fantasma”, no llamadas así porque no existan, sino porque se registran en estados que ofrecen grandes ventajas fiscales, principalmente Delaware, Nevada y Wyoming, donde no hay que declarar quienes son sus accionistas ni sus directivos. Quizá más importante aún, y con una trascendencia política especial en estos momentos, son las desgravaciones empresariales, de las que aparentemente el candidato republicano Donald Trump es todo un campeón: de forma totalmente legal evitó pagar impuestos a pesar de tener una fortuna de varios miles de millones; lo hizo simplemente aplicando las desgravaciones a que tenía derecho.

Esta podría ser la razón, o una de las razones, por las que se niega a seguir la tradición del más de medio siglo, que los candidatos presidenciales divulgasen sus cuentas fiscales: se sabe ya que, hace más de 40 años, no había pagado un céntimo al fisco, no por falta de beneficios, sino porque aprovechó las desgravaciones del sector inmobiliario, entre las más generosas del país para con los empresarios. Y nadie ha podido comprobar que pagara nada más adelante, porque ya no volvió a divulgar su declaración de hacienda.

Las desgravaciones de Trump El propio Trump declaró hace un par de semanas que había aprovechado al máximo las desgravaciones porque “el gobierno no se merece el dinero, ya que lo gasta mal”. Estas desgravaciones son tan beneficiosas para sus negocios porque los inmuebles tienen derecho a presentar un porcentaje anual de devaluación, independientemente de que los edificios hayan ganado de valor, como ocurre con frecuencia. Esta devaluación computa contra los beneficios empresariales y los puede compensar totalmente, hasta el punto de arrojar balances negativos que se pueden traspasar a años siguientes y computar contra futuros beneficios.

En el caso de Trump, su propio nombre se ha convertido en una marca registrada, de forma que cualquier actividad personal se convierte en un gasto empresarial, de forma que teóricamente puede deducir desde su avión personal hasta el servicio doméstico, pasando por los peluqueros que mantienen el desacostumbrado peinado de su cabeza rubicunda. Nada de esto representa un problema legal, por mucho que los inspectores dediquen horas a expurgar su declaración, pero sí puede ser un argumento negativo en la campaña electoral. Trump, que apenas paga impuestos, busca votos entre la clase trabajadora que no puede acogerse a deducciones y paga, no solo en porcentaje, sino tal vez incluso en cifras absolutas, más que el multimillonario que se declara su representante.

Así y todo, es posible que tampoco esto le afecte, porque estos mismos obreros que pagan más que él declaran sentirse representados por un hombre que asegura habérselo ganado todo a pulso porque “papá solo me dio un millón de dólares” para lanzar su negocio, o anuncia que “cualquiera” puede jugar en su campo de golf: solo ha de pagar 100.000 dólares de cuota de entrada.