Después de las primarias de esta semana, los dos partidos norteamericanos han llegado casi al final del proceso para elegir a su candidato presidencial: los demócratas estarán representados por la ex primera dama Hillary Clinton, mientras que el multimillonario Donald Trump está a un paso de hacer lo mismo en el campo republicano. Es algo que pocos creían posible hace tan solo medio año y que una mayoría de norteamericanos ve con horror y lo considera un peligro para el partido, hasta el punto de que se plantean todas las maniobras imaginables para evitarlo.
Los dos candidatos republicanos que aún siguen en esta campaña han recurrido a medidas desesperadas como aunar fuerzas contra Trump y uno de ellos, Ted Cruz, incluso ha anunciado su selección para eventual vicepresidente: su ex rival para la presidencia, Carly Fiorina, que hace ahora campaña junto a él.
Desde las múltiples victorias del pasado martes, en que ganó por más del 50% o 60% en cinco estados, Trump se considera ya “prácticamente” el candidato republicano, no solo porque ha obtenido ya cerca del 80% de los votos necesarios para ello, sino porque tan solo le falta recoger suficientes sufragios en dos estados, Indiana y California, donde las encuestas le dan buenas posibilidades.
En realidad, seguramente le bastaría con ganar tan solo el próximo martes en Indiana, no porque alcance allí el número mágico de 1.237 delegados para superar la mitad de los votos necesarios, sino porque sería una confirmación de que prácticamente ha superado la resistencia que había encontrado hasta la pasada semana.
División Sus partidarios están naturalmente encantados, pero estos donaldistas no representan a la mayoría de los republicanos de todo el país que se preguntan cómo se ha llegado a esta situación, en que un personaje visto con malos ojos por más del 60% de los votantes del país, se pudo imponer a todo lo que le echan en cara, desde las críticas de los medios informativos, a las condenas de expertos y políticos de prestigio, sin olvidar la larga lista de rivales: la carrerapresidencial la empezaron 17 candidatos, entre ellos figurascon el prestigio de Jeb Bush, el optimismo y la popularidad de Marco Rubio, el talento bipartidista de Chris Christie, el atractivo de Carly Fiorina por ser una mujer, la baza racial del negro Ben Carson, o la experiencia de John Kasich y el fervor religioso de Ted Cruz, los dos rivales que aún le quedan. Ni siquiera el propio Trump escapaz de arruinar su propia campaña, a pesar de la violencia que acompaña a veces sus actos electorales o la falta de entusiasmo generado por su discurso del martes con su visión de política exterior.
Es algo que en los EEUU ven con un pasmo general y le buscan explicaciones en la crisis económica o en los cambios demográficos, en vez de enfocarlo como problema mundial. En un país de sus dimensiones se presta poco interés a lo que ocurre más allá de sus fronteras y no tienen presente que a los dos lados del Atlántico los partidos de siempre han perdido el crédito de los electores que siguen a líderes tan populistas como Trump. Basta recordar al italiano Berlusconi, al austriaco Griss, al iraquí Bagdadi... porque la lista de los populistas nefastos fallecidos en el último par de siglos es larga en tiempo y nombres, desde Hitler a Bin Laden, pasando por Perón, Lenin o Mussolini.
Si cada país tiene sus razones particulares para haber sucumbido en algún momento al populismo, el fenómeno tiene raíces comunes, como el arraigo de la cultura mendicante que reclama bienes y derechos en vez de ganárselos, la falta de un problemática acuciante que obligue a aceptar soluciones con sacrificios, o un epicureísmo social que elimina cultura e informaciones básicas a cambio de futilidades intrascendentes. Y todo esto no solo no es nuevo, sino que situaciones similares han precedido los colapsos de imperios y sistemas en diversos tiempos y lugares.
Pero en Estados Unidos el fenómeno es más espectacular con la irrupción de Trump, un hombre que acaba de entrar en la política como militante de un partido que se identificaba con la mentalidad luchadora de los primeros colonos anglos hasta el punto de repetir con orgullo la frase de un demócrata, John Kennedy: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por él”, actitud casi desaparecida tras la bonanza de fines del siglo XX.
Es un caldo de cultivo para que Trump arrastre con unas promesas populistas que, de cumplirse, llevarían al país a la ruina?y arrastrarían las economías del resto del mundo. Si Trump puede encandilar a tantos millones, es probablemente porque la cultura en EEUU es un artículo de lujo: los estudios son carísimos en coste y en pérdida de años productivos. Y en esta escasa cultura de las masas se incluye la información, desde la historia antigua a la de los últimos cien años, hasta parece culto quien sabe donde están Sidney o la Meca. Trump, graduado de una de las mejores universidades económicas del país, conoce su público y vende argumentos a una masa que no sabe casi nada más allá de su patria chica, de los famosos del momento o los campeones deportivos. Y lo reconoce: “Me gusta la gente inculta” dice a sus adoradores.
Preparados La única esperanza republicana es una improbable derrota de Trump en las pocas primarias que aún faltan, que permita a la convención nacional del partido a otro candidato. Es una apuesta improbable y que conlleva riesgos para la convivencia en el partido; muchos de sus líderes han empezado ya a prepararse para colaborar con él. Incluso el ex presidente de la Cámara de Representantes ha dado a entender claramente que prefiere a Trump sobre Cruz, a quien no perdona las posiciones intolerantes que ha tomado como senador estos años.
Si continúa el acercamiento a Trump de la cúpula republicana, probablemente conseguirá todo lo contrario de la victoria electoral que persigue: alejar más aún al electorado necesario para recuperar la Casa Blanca, e incluso para mantener sus mayorías en las dos cámaras: es improbable que el cambio de los políticos arrastre a los dos tercios del país opuestos a Trump, sino que más bien provocarán un rechazo que repercutirá en las elecciones de congresistas y senadores en noviembre. Muchos votos perdidos no irán a la demócrata Clinton, pero basta con una abstención notable en las filas republicanas para que la Casa Blanca siga bajo control demócrata otros cuatro años.