El terrorismo yihadista ha golpeado una vez más al viejo continente, en pleno corazón esta vez. Como la enloquecedora gota malaya que castiga sin descanso a su víctima, los integristas han propagado, casi sin descanso, por la Europa más occidentalizada su mensaje de horror y miedo desde que en el año 2004 (11 de marzo) hicieran explotar varias bombas en la capital de España ocasionando la muerte a 191 personas.
Ese atentado, el más cruento en la historia de Europa, representó el comienzo de un suplicio que se ha extendido en el tiempo a otros puntos neurálgicos como Londres o París y que también ha tocado a otros núcleos como Toulouse o la propia Bruselas, que ya en mayo de 2014 tuvo que soportar una acción terrorista de tintes yihadistas. Fue en el Museo Judío donde un simpatizante del Estado Islámico mató a cuatro personas con su kalashnikov.
Pocos meses después, en enero de 2015, se produjo el asalto de las oficinas de la revista Charlie Hebdo (atacada con cócteles molotov en 2011) que terminó con una docena de muertos; y en noviembre la imborrable masacre de París (130 personas perdieron la vida). El sur de Francia también fue objeto del terrorismo; en 2012, un varón ligado a Al Qaeda asesinó a siete personas (tres escolares) en Toulouse.
El eco de estos sanguinarios episodios cruzó también el Canal de La Mancha para descargar violencia y ensañamiento. El último está fechado en mayo de 2013 cuando dos extremistas radicalizados por Al Qaeda decapitaron a un militar británico a plena luz del día en una calle de la city. Con anterioridad, en 2005 (7 de julio), cuatro suicidas se inmolaron en varios convoyes del metro londinense y en un autobús provocando la muerte indiscriminada de medio centenar de personas.