En realidad el Muro nunca cayó, fue derribado. Literalmente. Pedazo a pedazo. Un pueblo que empujaba hacia la libertad desde el lado oriental fue el bulldozer, la fuerza tractora, que el 9 de noviembre de 1989, una noche antes de lo previsto por las autoridades, hace 25 años, desescombró para siempre una cicatriz de 155 kilómetros que recorrió Berlín durante 28 años. Una cremallera que partió dos mundos incubados durante la Segunda Guerra Mundial. Tras la barbarie y el horror, la escuadra y cartabón del capitalismo y del comunismo trazaron otro orden mundial, un mapamundi de bloques, un siniestro tablero de ajedrez. De ese mundo arlequinado, en blanco y negro, colgó la capitulada Alemania, troceada en dos en la mesa de autopsias de la geopolítica, lugar desde el que operaban los bisturíes de las potencias vencedoras de la guerra más terrible y cruenta que se recuerda. Berlín, seccionada en dos Alemanias, la Federal y la Democrática, fue el epítome de aquella época y su Muro, levantado en 1961 para frenar el éxodo de ciudadanos de la Alemania cincelada con la hoz y el martillo hacia la Alemania opulenta, el símbolo inequívoco de la Guerra Fría. Entre 1949 y finales de 1961, antes de que se construyera el enorme Muro, se calcula que más de 2,5 millones habitantes del este cruzaron hacia el oeste.

La idea del Muro tomó cuerpo en agosto de 1961. En un inicio, el Muro era un trazado de vallas y alambre de espino ideado para encajonar Berlín. Después se convirtió en una cárcel para sus habitantes. La política de bloques, la misma que manejó la partida de ajedrez por el campeonato del mundo entre el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky como si se fuera parte de un tratado bélico, alimentó el confinamiento. La Guerra Fría condenó a millones de habitantes y cortó el cordón umbilical que unía a miles de familias dispersadas a uno y otra lado del Muro, una empalizada bautizada por el este como el Muro Antifascista y denominada como el Muro de la Vergüenza para el oeste. Una vez amurallado Berlín, apenas fueron 20.000 las personas que consiguieron desembocar en la Alemania Federal. 136 personas murieron en el intento de dejar atrás la RDA. El resto continuó vigilado por el Muro, plegados a sus vidas de acero y hormigón.

“Gracias a la caída del muro la gente pudo elegir la vida que quería vivir”, dice Susanne Gies, nacida en Düseeldorf, que dormía cerca de Frankfut cuando el Muro, el icono de una época, caía entre empujones, golpes de maza, martillo, gritos de júbilo y ansias de libertad. La quieta mirada de los guardianes del Muro, una de las fronteras más vigiladas y sangrientas del mundo, enmarcaron la noche del 9 de noviembre de 1984, un día que no era el señalado pero que quedó rotulado en rojo. Un equívoco fue el detonante. A Günter Schabowski, portavoz del Comité Central del Partido Socialista Unificado, se le escurrió la fecha, traspapelada durante una rueda de prensa en la que anunciaba el aperturismo del régimen.

En un principio, la política de puertas abiertas de la RDA, provocada por el empuje del pueblo, debía comenzar un día después, pero el resbalón del portavoz ante los periodistas apuró los acontecimientos. “Durante la rueda de prensa, leí el papel rápidamente. Luego llegaron las preguntas: ¿A partir de cuándo será válido? Eché otro vistazo al papel, ya que nadie me había comentado esta cuestión. Leí de nuevo la primera frase: ‘De inmediato entra en vigor la siguiente regulación?’. No sabía nada de un plazo de espera; tenía delante de mí una resolución gubernamental, no una nota de prensa. Al parecer, la idea era que la primera noticia debía ser comunicada por los medios de comunicación después de las cuatro de la madrugada”, contó el político en su día sobre el desliz que desencadenó los acontecimientos.

el desplome de una época La televisión anunció las noticia a las 20.00 horas. A partir de entonces, el Muro fue arrollado si bien no todos en Berlín se congregaron ante la fortificación. Los televisores no abundaban en los hogares del este. A muchos, el desplome de una época les cogió durmiendo en uno y otro lado de la frontera. “No me enteré de nada hasta el día siguiente. Me pilló dormida”, rememora Susanne. Al despertar en Giessen, donde estudiaba, Alemania era otra. Distinta. No siempre fue así, de ahí esa mezcolanza de alegría, sorpresa, vértigo y emoción que recorrió el espinazo de muchos rincones de Alemania, dos países representados en las calles de Berlín, el epicentro de una historia que amuralló durante décadas el convulso Siglo XX.

“Durante esos días todos estábamos pendientes de las noticias, de la televisión. No se hablaba de otra cosa, era en fin... algo increíble”, recuerda Susanne. Las imágenes: el pueblo sobre el muro, arrancándolo, contenían cierto aspecto de montaje, de irrealidad, como si un puñado de extras se abalanzaran sobre un decorado de cartón piedra para representar una obra de teatro. “Era algo que te impactaba. Te lo crees porque lo estás viendo, porque estaba pasando, pero no dejaba ser impresionante”. Asimilar aquella visión no era sencillo después de casi tres décadas de naturaleza inalterable. “Yo siempre había conocido el Muro como parte de Alemania y siendo adolescente no te planteabas que algo así pudiera ocurrir”, apunta Susanne sobre una construcción siniestra y artificial que se había integrado en el paisaje y la biografía de todos los alemanes que lo sufrieron. Aunque conmocionada por aquella avalancha, aturdida como muchos de sus compatriotas por lo que estaba ocurriendo en Berlín, subraya Susanne que en medio de algarabía, de los momentos de euforia, de abrazos, de lágrimas, de incredulidad, la sensación que sobresalía de toda aquella amalgama era que “aquello que estaba pasando ya no tenía marcha atrás”. La situación era absolutamente irreversible. El Muro, más que nunca, no tenía ningún sentido. Tampoco futuro.

los lunes de leipzig La llegada hasta ese punto de no retorno, allá donde el mundo volteó, fue un proceso que se aceleró merced a las protestas que venían dándose en Alemania oriental y que reclaman libertad de viajar -salir del país era complicadísimo, algo excepcional- así como libertad de expresión, una quimera en un estado controlado por la Stasi, la policía política de la RDA, una organización que se dedicó durante décadas a espiar a sus propios compatriotas con una tupida red de agentes y colaboradores que controlaron la vida de los otros de punta a punta del país. Sucedió que con el paso de los años, el régimen se fue resquebrajando por el empuje del pueblo, cansado de la reclusión. “No estamos hablando de grupos reducidos, era una cosa de la mayoría, estaba todo el pueblo detrás, había una presión enorme sobre las autoridades. La gente empujaba cada vez más exigiendo cambios y eso es lo que provocó la caída del Muro”, expone Susanne. Con anterioridad al gran motín, a la revelión final, hubo importantes manifestaciones en el este, movilizaciones que no solo auguraban el derrumbe del muro sino también del colapso de la Alemania comunista.

La enorme manifestación de Leipzig, el 9 de octubre de 1984, centro de las protestas pacíficas conocidas como Las manifestaciones de los lunes, fue la palanca que reventó la bisagra que sostenía el Telón de Acero. Un mes antes del derrocamiento del Muro más de 70.000 personas salieron a la calle para protestar contra el régimen de la antigua República Democrática de Alemania (RDA). “Sin el 9 de octubre no hubiera sido posible el 9 de noviembre”, subrayó el presidente de la República Federal, Joachim Gauck, en los actos conmemorativos de aquella protesta multitudinaria. “Wir sind das Volk” (Nosotros somos el pueblo) gritaban los manifestantes que habían acumulado fuerzas durante el otoño de 1984 alrededor la plaza de la iglesia Nikolai de Leipzig donde se rezaba por la paz. La policía trató de encapsular al pueblo, pera ya era demasiado tarde. La RDA había cedido.

“La caída del Muro supuso la libertad, aunque algunos tal vez no estén de acuerdo”, desgrana Susanne Gies sobre un episodio que cambió la historia del mundo para siempre, que dibujó un nuevo destino para millones de personas y que condujo a Alemania, despiezada tras la Segunda Guerra Mundial, hacia la reunificación, una unión que Susanne considera positiva para el conjunto del país. “ La reunificación ha costado mucho y tal vez no haya colmado la ilusión que muchos depositaron en la Alemania unida, pero el hecho de unir a gente, de poder estar juntos, es una victoria”. Un triunfo que, sobre todo, iluminó el rostro de todas aquellas familias partidas por el Muro. “Para ellos todos ellos fue todavía más emotivo, el sentimiento era más fuerte. La caída supuso una liberación”. Acabar definitivamente con las vidas de acero y hormigón.