Cuando el bisnieto de Mandela, Luvuyo, fue a visitarle a principios de año, a su casa de Houghton para ver cómo estaba tras unas Navidades hospitalizado; el ahora fallecido Nobel de la Paz, alzó la vista, le hizo un gesto con la mano para transmitirle que se encontraba bien y después le preguntó: "¿has comido?". Años antes, en 2009, Mandela le llamó para felicitarle por su graduación y quien pasara 18 de los 27 años a los que fue condenado en la prisión de Robben Island, picando piedras, aguantando la humedad de las mazmorras; le dijo: "Es genial que hayas conseguido tu primer título, pero esto no se para aquí. Vas a seguir aprendiendo, como yo hago. Hasta que seas anciano y mueras. Nunca pares de asimilar cosas porque el día que lo hagas, empezarás a ser irrelevante". Sus reflexiones le describían como persona.

Pese a estar retirado de la vida pública desde hace años, el ex mandatario seguía ocupando un lugar privilegiado en la mente de los sudafricanos por evitar un estallido de violencia racial en la transición hacia la democracia. Según uno de los últimos censos del Gobierno, casi 26 millones de sudafricanos, el 51,17% de la población, nacieron después de la liberación de Mandela, el 11 de febrero de 1990. La clausura del Mundial de Fútbol de 2010 fue uno de los últimos actos oficiales al que acudió. El público lo recibió con una cerrada ovación. En su mente se agruparían los recuerdos. Quince años antes, en 1995, tendría que entregar la Copa del Mundial de Rugby a su equipo, los Springboks. En aquel entonces, el país se encontraba en transición tras el derrumbe del apartheid y su llegada a la presidencia del país en mayo de 1994. Mandela dio todo su apoyo a un equipo que sólo contaba con un jugador negro. Tras su triunfo en el último partido, a pie de campo, una periodista le preguntó al capitán de los Springboks qué había sentido al tener a 62.000 aficionados apoyándoles en el estadio. En aquel entonces y mirando al cielo, Pienaar le susurró: "con nosotros estaban 43 millones de sudafricanos".

Nadie dudaba y nadie lo hará ahora, de que con su liderazgo se atribuyó la paternidad de la nación. El preso 46664 de Robben Island ya es leyenda y un referente moral en pleno siglo XXI. Un ejemplo también para Euskadi ahora que tanto se habla del final del terrorismo, del relato y de la convivencia en un escenario sin ETA. Ahora que algunos partidos, con dirigentes mediocres, intercambian reproches teniendo puesta la vista más en las urnas que en el interés común.

Con Mandela y con su eterna sonrisa en la cara, aprendimos la importancia de la memoria, el valor de la reconciliación, del perdón rechazando todo intento de venganza hacia aquellos que le habían perseguido. El valor de unir a un pueblo dividido durante años por el odio y la indiferencia. No se trataba sólo de suspender las leyes injustas o de liberar a los presos. No. Había que cerrar todas las heridas del pasado. El rencor era incompatible con el futuro que se pretendía para Sudáfrica. O en nuestro caso, para Euskadi.

Con Mandela interiorizamos cómo antes nuestros dirigentes trataban de hacer muchas cosas y ahora pretenden ser muchas cosas. Aprendimos que el mundo está hambriento de acciones, no de palabras. Que se puede pasar de la indignación al compromiso. Con Mandela asumimos cómo un país se forja no por lo que ha sido en su Historia (que también) sino por lo que aspira a ser (ahora que tanto se habla de recortar en la Administración). Cómo la ambición (interpelada de forma positiva) es un producto de la resistencia. Y cómo cuando uno es resistente en su vida conserva la voluntad de construir algo mejor.