pamplona
Una noche en una reunión, en 1976, posiblemente bajo un toldo clandestino, en penumbra y con té humeante con aroma a menta, mientras trataban aún de evacuar población, organizar la resistencia y ver alguna posible salida, un anciano se levantó y con gesto muy serio preguntó: "¿Y no habrá allá entre los españoles alguna empresa que nos fabrique una tijera grande grande?". La mayoría de los asistentes quedaron atónitos a la espera de alguna respuesta por parte de aquel viejito saharaui que aclarase semejante ocurrencia.
Y prosiguió. "Digo yo si no hay posibilidad de que con unas tijeras gigantes nos recorten al Sáhara y tirando de un cable nos arrastren y con pegamento Imedio nos pongan al lado de América Latina porque… ¿Qué pintamos nosotros aquí, entre semejantes vecinos?", se despachó el anciano con admiración de los asistentes. Esa cruel y dura metáfora dejaba a las claras la actitud de Marruecos y Mauritania que les invadían, de sus vecinos árabes y de la desidia de los gobiernos del estado francés y el español que contribuían al expolio y aniquilación del pueblo saharaui y continuaban un colonialismo velado.
Solo naciones como México, Cuba, Venezuela, Panamá, Perú, Ecuador o Uruguay fueron las primeras que se apresuraron a reconocer y apoyar la incipiente causa de los saharauis y a ofrecerles su solidaridad y generosidad. La anécdota la cuenta Ahmed Mulay Ali Hamadi, embajador de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) en México, que reconoce con sinceridad: "Le debemos mucho a África, pero casi tanto se lo debemos a nuestros hermanos de América Latina".
Han pasado más de tres décadas de aquella pregunta del anciano. Y sin embargo, nada parece cambiar un ápice ni con sus vecinos más cercanos. Lo que aquel viejito saharaui que preguntaba por la fábrica de tijeras tampoco sabía, es que tijeras por aquí cerca hay muchas (y tijeretazos por doquier), pero lo que había en España son muchas fábricas de bombas de racimo y las hay de armamento variado, que se vende entre otros a Israel, Marruecos o Arabia Saudí.
Después de Brasil, Marruecos es el segundo mejor cliente de la industria armamentística made in Spain fuera de la Unión Europea. Especialmente, los marroquís se hacen con carros de combate, tanques y largas series de artilugios bélicos. Justo la semana pasada se cumplió el segundo aniversario del desmantelamiento del campamento de Gdeim Izik, en el que la Policía marroquí y el Ejército con tanques de agua y carros de asalto arrasaron aquella enorme acampada pacífica a las afueras de El Aaiún, la mayor protesta en décadas en el Sáhara y de la que dicen los analistas fue uno de los embriones de la Primavera Árabe.
Ya pasó también esa primavera de revueltas, cayeron déspotas en el norte de África, se forjaron nuevos gobiernos y se han avivado guerras civiles, pero el Sáhara ahí sigue. Agazapado como siempre entre Argelia o Marruecos y con complicados escenarios como el del Sahel, Mali y las milicias tuareg o Libia. Y los fatídicos secuestros de cooperantes en los campos de refugiados o las constantes violaciones de derechos humanos.
Con este panorama, el enviado especial de las Naciones Unidas para el Sáhara Occidental, el norteamericano Christopher Ross regresaba a la zona hace un par de semanas. Primero pasando por Madrid y luego por primera vez en la historia el jueves 1 de noviembre visitó los territorios ocupados por Marruecos, El Aaiún, y se reunió con la resistencia civil y grupos pro derechos humanos del Sáhara Occidental.
El pasado viernes viajaba también por primera vez a Tifariti, en los territorios liberados por el Frente Polisario. Donde, por cierto, además de una escuela primaria, Ross visitó el Hospital Navarra, una de las pocas infraestructuras de cemento y hormigón en esos terruños inhóspitos y que fue construido entre 1997 y 1998 por Sodepaz, ANARASD, AECID y el Gobierno foral, cerrado en 2001 por las hostilidades y reabierto en 2005. Después visitó por segunda vez los eternos campos de refugiados en suelo argelino. Cerró así una tournée con mucha foto y apretón de manos.
UN 'Déjà Vu' DE LO INÚTIL Hay imágenes y textos que uno toma o escribe en su carrera como periodista que le duelen por la esterilidad. Por la absoluta inutilidad. Yo guardo una foto que tomé del señor Christopher Ross en su primera visita a los campos de refugiados saharauis en 2009 con esa pena del valor de lo inútil.
Era febrero, durante más de tres horas y bajo un sol absolutamente calcinante casi un millar de saharauis, muchas mujeres y niños, habitantes de los campos de refugiados en Argelia esperaron y esperaron a que el señor Christopher Ross asomase su cocorota canosa. Y apareció, por fin, el convoy de jeeps de la ONU rodeado por un séquito de medios de comunicación, descendió con gran teatralidad el señor Ross. La muchedumbre saharaui se apelotonó a su alrededor: lo cercó y trató de tocarlo, besarlo, abrazarlo. Era una aparición casi mesiánica.
Fue la primera visita del nuevo enviado de la ONU para "desenredar" el conflicto. Los comentarios, los chismorreos, entre los saharauis era que esta vez sí, que esta era la definitiva. Que tras el fracaso del anterior enviado, James Baker, este sí que iba a hacer algo. El caso es que Ross recibió todo tipo de agasajos y regalos de los saharauis. Todas sus ilusiones. Escuchó durante 40 minutos a los dignatarios de los refugiados, se abrazó, apretó más manos, se sacó fotos y se montó de nuevo en el jeep. Las mujeres envueltas en sus melfas entonaron gritos de despedida. Y Ross se evaporó. Hasta hace dos semanas. De eso hace ya tres años.
Ahmed Mulay, sin embargo, no desiste. Él participó en 1997 como observador en un censo que se realizó en El Aaiún, en las tierras ocupadas por Marruecos, de cara a ese referéndum hipotético. Fue entonces además cuando pudo ver por primera vez en treinta años a su madre y a su única hermana. El embajador de la RASD en México nació en 1954 en Hagunía, una localidad cerca de la capital del Sáhara Occidental, y hasta aquel día no consiguió volver a ver a su familia. Fueron tan solo dos horas durante una exhaustiva visita de cinco días con esa ilusión: el referéndum que nunca se celebra.
Ahmed era joven cuando la invasión comenzó y participaba de la resistencia saharaui aunque nunca se empleó como soldado, no combatió, se dedicó a otra tarea crucial: "Pasé dos o tres meses, en 1976, recolectando gente en el desierto. Familias enteras que huían del napalm y las bombas de fragmentación que Marruecos para desmoralizar a los hombres saharauis lanzaba también contra los campos de refugiados más cercanos a la frontera. Recogíamos a los grupos de gente desperdigados, desorientados, que llegaban. Prácticamente cada noche enterrábamos 16 o 20 niños".
"Es que no teníamos ninguna medicina, lo único que podíamos ofrecerles era un poco de agua caliente con azúcar. Imagínate. Entonces se nos morían 20 o 30 personas cada noche. Aquello fue muy duro. Entonces tratamos de sacar a gran parte de la población civil hacia el interior de Argelia. Y dispersar los campamentos. Aquello fue muy duro", relata a miles de kilómetros de su tierra pero con tremendo pesar desde el DF.
"Mi historia no es nada extraña, prácticamente todas las familias tienen una herida causada por el Gobierno de Marruecos. No el pueblo marroquí, que es un pueblo hermano, sino su monarquía y su gobierno", relata. Hasta aquel año, 1997, ni siquiera era posible llamar por teléfono a sus familiares que quedaron del lado ocupado. "Había que telefonear y comunicarse con un policía en Casablanca y él te pasaba con tu familia, si estaba a buenas y, por supuesto, toda la conversación era grabada", narra el diplomático. Quizás haya sido ese, y unas jornadas de reencuentros entre familiares en 2006 de un lado y otro del muro que construyó Marruecos y sembró de minas antipersona, uno de los pequeñísimos avances de la misión diplomática de la ONU en el Sáhara.
LA ONU, DISCAPACITADA Una misión, la MINURSO (la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental), que es el único destacamento de los cascos azules en el mundo que no debe preocuparse por velar por los derechos humanos. Es una excepción flagrante y vergonzosa. Es una misión "discapacitada", como la definió recientemente Mohamed Sidati, representante del Frente Polisario en Europa. Los que deberían ser los ojos de Christopher Ross en el Sáhara sufren ceguera.
Holgazanear en el Sáhara parece que es la tarea que mejor cumple la MINURSO ya que desde que llegaron en 1991 ni han celebrado el referéndum para el que fueron encomendados ni tienen obligación de vigilar las vejaciones de derechos humanos. A pesar de todo eso, en abril de 2012 renovaron su contrato con la sociedad saharaui. Se prolongó su estancia por un año más.
Sí que es cierto que a pesar de todo, Christopher Ross trató de presionar para que la MINURSO tuviese esa "capacidad" de vigilar los derechos humanos y por ello fue reprobado por Marruecos como interlocutor. Aunque el poder de Ross fue mínimo. De nuevo como ya hizo Francia en 2009, se vetó en el Consejo de Seguridad que la misión vigilase los abusos de Marruecos. Esta vez, en 2012, con el beneplácito del propio Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, que a pesar de recular por no generar conflicto y temer que no se llegaría a un acuerdo sobre la extensión de la misión de los cascos azules, acusó a Marruecos de boicotear y espiar las actividades de la MINURSO. En cualquier caso, papel mojado.
"¿Tan arrogantes, tan ciegos, son dentro del Consejo de Seguridad, el embajador de Francia, la Francia que lideró la revolución por los derechos del hombre, que sos capaces de enfrentarse a los representantes de otros 14 estados para ponerse en contra de los Derechos Humanos en el Sáhara? ¿Este mundo hacia dónde va? ¿Vamos hacia atrás?", se pregunta Ahmed. "Es que el mundo no entiende que así surgen las crisis, así surgen las revoluciones, así agarran los jóvenes desesperados las bombas. Nosotros tenemos miedo de que eso ocurra. Tratamos de poner toda nuestra voluntad, ayudar, a empujar la solución y el mejor método es el dialogo, la conversación, el respeto", reflexiona con preocupación.
La desesperación más absoluta es esa: la de poner toda la buena voluntad por el diálogo y sentirse rodeado, asfixiado y timado en una eterna calle Salsipuedes. Poco parece importar. Con la silla que aún dejó caliente Christopher Ross en su visita a El Aaiún la semana pasada, la Policía marroquí no ha tardado ni unos días, horas siquiera, en detener a activistas saharauis y expulsar a 23 cooperantes y observadores internacionales, cuatro noruegos y el resto ciudadanos españoles, que trataban de acompañar a los saharauis que iban a conmemorar el aniversario de Gdeim Izik y denunciar los acosos y abusos a ciudadanos en el Sáhara ocupado, que ONU no puede "observar".
"Es una pena que hoy se vuelve hacia atrás", me decía Ahmed. Yo guardo mientras la foto de Christopher Ross y alguna otra como un déjà vu incómodo. Y ojalá, inshallah, que no sea así, que no sea más de lo mismo.