No será por falta de variedad. Me refiero a las fórmulas que se han ido atrincherando en el calendario para afrontar el 1 de noviembre y su víspera. Al recogimiento y luto católicos tradicionales ligados al día de Todos los Santos, hay que sumar la permeabilidad hacia usos culturales llegados del otro lado del Atlántico, como el dichoso Halloween o la Noche de los muertos. Esa importación de costumbres tan arraigadas en lugares tan de aquí, como pueden ser Alexandria (Nebraska) o El Jaral (Nuevo León), nos ha transformado, en el mejor de los casos, en una suerte de fértil bancal de calabazas y, en el peor, en un osario repleto de calaveras decoradas con más o menos gusto. Todo ello hace que darse una paseo estos días por la ciudad suponga un ejercicio de introspección para intentar descubrir en qué momento la cucurbitácea en cuestión llegó para arrasar con la tradición y con cómo se afrontaba el respeto a los difuntos de cada cual. El fruto abunda en escaparates de tiendas, bares y centros educativos, haciéndose con el don de la ubicuidad y con un lugar insustituible en las liturgias familiares en otoño, sobre todo, entre aquellas familias con escolares. En fin, supongo que no queda otra que asumir la futilidad de nuestras propias esencias.
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