A fuerza de hablar –y sufrir– de fake news, posverdad, hechos alternativos y demás equilibrios lingüísticos que no son más que trampas para hablar de mentiras, hemos normalizado eso, el engaño. La falsedad nos asalta por tierra, mar y aire –hemos creado ecosistemas que la alimentan– y lo hace no como un fin en sí misma. Como en cualquier crimen en una novela de Agatha Christie, conviene preguntarse a quién beneficia. Hannah Arendt explicaba: “La propaganda de masas descubrió que su público estaba siempre dispuesto a creer lo peor, por absurdo que fuera, y no se oponía especialmente a ser engañado, pues consideraba que cualquier afirmación era, de todos modos, una mentira. Los líderes totalitarios de masas basaban su propaganda en la correcta suposición psicológica de que, en tales circunstancias, se podía hacer creer a la gente las afirmaciones más fantásticas un día y confiar en que si al día siguiente se les presentaban pruebas irrefutables de su falsedad, se refugiarían en el cinismo; en lugar de abandonar a los líderes que les habían mentido, protestarían diciendo que siempre habían sabido que la afirmación era una mentira y admirarían a los líderes por su superior astucia táctica”. Una sociedad de cínicos, la vía libre al totalitarismo y a la destrucción de la democracia. La responsabilidad de la ciudadanía.
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