Estos días se están publicando con constancia profesional todos los pormenores de los intentos de mercantilización de la ayuda de Estados Unidos y de determinados países europeos a Ucrania. Al apetito voraz de la Administración Trump por monetizar su status, en un claro intento de sacudirse la inercia que le hace ver a China más cerca que nunca como potencia hegemónica, se suman quienes ven en la guerra por la libertad que libran los ucranianos una oportunidad de lograr réditos. Vamos, que las balas, obuses, misiles, drones y tanques occidentales ya combaten sobre el terreno (o lo harán en breve) a razón de un precio que se pagará en toneladas de tierras raras y otros recursos que, hasta la fecha, hacían de Kiev y sus provincias un país potencialmente desahogado económicamente. Lo de arrimar el hombro por la democracia y los valores comunes de una Europa unida y solidaria queda muy bien como concepto superior y en los discursos de quienes se ganan la vida con ello. Por desgracia, la realidad de la Humanidad es mucho menos profunda y mucho más prosaica y se ancla, como casi toda la Historia y las historias a lo largo de los siglos, en la confrontación por ver quién la tiene más larga (la cartera, lógicamente).
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