No es la primera vez que esta pequeña esquina literaria se convierte, al menos, con el menda escribiendo y suscribiendo el artículo, en un espacio para el psicoanálisis. Según pasan los años y estos se acumulan en el DNI y se asoman a lugares estratégicos en forma de arrugas, necesito desahogarme aquí con mayor intensidad.
Me ocurre con frecuencia al asistir a hechos que contravienen cualquier decálogo de urbanidad que se precie. Sin ir más lejos, este pasado domingo asistí a un ejemplo que puede servir como guion del porqué de este escrito. Caminaba con mi familia por el barrio de San Martín. Era por la tarde, después de comer, a una hora en la que el que no estaba preocupado por el resultado del partido del Alavés en Mendizorroza, se ocupaba en objetivos menesterosos.
En esas estábamos, dejando pasar el domingo, cuando una joven, muy estilosa y lozana, que caminaba en paralelo a nosotros decidió escupir a escasos metros de nosotros lo que parecía un chicle, que voló describiendo una parábola con una métrica matemática casi perfecta para estrellarse en el firme y quedarse allí tirado, huérfano, esperando un zapato al que adherirse. Todo con una papelera a escasos tres metros y con mi cara de paspán contemplando los hechos. Ay, vaya tropa.