Quisiera escribirle a mi yo de seis o siete años –que seguramente pasaría en moto de mi yo actual, como debe ser– y decirle que paladee cada segundo y los guarde en el cofre de los tesoros de los Niños Perdidos. Quisiera decirle que no intente calmar la emoción pero sí la impaciencia, que conserve cada sensación de esas tardes heladoras en la cabalgata de Reyes en el pueblo –¿hacía tanto frío realmente? ¿hacía más frío entonces?–, de preparar los zapatos para que sus majestades no se liaran con el reparto –y las botas de mi abuelo: cuanto más grande el calzado, más regalo, proclamaba–, de la noche eterna –joder, cuánto duraban aquellas noches–, de los nervios en el estómago –¿has oído un ruido? ¿serán ellos? ¡duérmete que nos van a oír!–, de abrir con mi hermana la puerta del salón... Ese segundo impagable en el que todo podía ser, como el gato de Schrödinger pero en paquete envuelto de papel de colores. Y ponernos a jugar sin perder tiempo en minucias de desayunos... Porque llega un día en que abandonas Nunca Jamás sin reparar en ello y ya no hay retorno. “Todas las personas grandes fueron primero niños (pero pocas se acuerdan)”, escribió Saint-Exupéry en la dedicatoria de El Principito. Todos los niños deberían poder disfrutar de su infancia. Y los adultos deberíamos protegerla. ¡Feliz noche de Reyes!
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