Ando estos días leyendo 'La sombra del viento', de Carlos Ruiz Zafón. Y dice uno de sus personajes: “Es que la gente es mala”. Y le responde otro: “Mala no. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o el cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo”. Llamó mi atención este pasaje. Sí, quizá vivimos tiempos cafres. O quizá el ser humano siempre ha sido cafre, como característica de la especie, aficionados como somos a la demagogia y el maniqueísmo. Es agotador. Agota que cualquier opinión presuponga adscripción inquebrantable y ciega a un bando. Agota que no se admita el debate, la escucha y la posibilidad de cambiar o matizar opiniones; porque rectificar ya no es de sabios, es solo de cobardes y, cuidado, de traidores. Agota el triunfo absolutista e inquisitorial de la ortodoxia, como si la vida y nosotros mismos no fuéramos una colección de grises e incoherencias. ¡Si hasta las campanadas de fin de año pueden convertirse casi en una elección de papeleta en el colegio electoral!