Sufro una especie de lobotomía en miniatura cada vez que escucho una opinión sobre la gestión de la DANA. Da igual si es el debate televisivo de turno, alguien en redes sociales o algún conocido que trata de hablar –o desahogarse– conmigo. Identifico el tema de conversación y me transformo en un autómata que sonríe y asiente. Hace mucho que dejé de meterme en discusiones, pero no soy Buda y noto que esta vez estoy demasiado desinhibido de una catástrofe de la que periodísticamente estoy muy informado y, al mismo tiempo, completamente alejado personalmente. Pensé que era por la avalancha de información, pero el verdadero fango que me trata de ahogar está hecho de bulos y odio que se extienden como una riada. No me sorprende entrar en X y encontrarme bulos sobre cualquier cosa, pero sí ver en prime time cómo se afirma que el Gobierno esconde las cifras de muertos, que los servicios de inteligencia difunden información falsa y otras barbaridades supuestamente confirmadas por “militares” sin barro en sus botas. No somos inmunes a la propaganda, ni a nuestros propios sentimientos, pero si los medios no paramos este lucrativo y tóxico torrente de bilis, nos ahogaremos en un lodo para el que ya tenemos los diques de contención.