Me van a perdonar, pero esto de Halloween me pilla un poco mayor y con la permeabilidad a flor de piel. Es cierto que el imperialismo cultural y capitalista de los EEUU todo lo puede hasta el punto de situar calabazas en zonas otrora dominadas por el rigor del yermo sentir católico del Día de Todos los Santos. Ahora, las telarañas, las brujas, los esqueletos, las escobas y los sortilegios mandan. Tumbas, iglesias y cementerios encuentran cada vez menos parroquianos con gustos tradicionales. Todo ello influye, incluso en un laico como el que escribe y suscribe estas líneas, que no encuentra regocijo ni en lo uno, ni en lo otro. Me explico. La importación de los valores, usos y costumbres del otro lado del Atlántico, más por el poderío del negocio que por el sentimiento, también me ha golpeado en lo más hondo. Pese a mi descreimiento, me he visto superado por las circunstancias. Primero, en la cola del comercio en el que pasé buena parte de una mañana comprando un disfraz de calabacita para mi vástago. Después, porque el colegio, gasteiztarra como yo, se había transformado en una suerte de high school de Wisconsin, con todo lujo de detalles. En fin, que he decidido dejarme llevar. Es más fácil que remar a la contra.