“Ser o no ser, esa es la cuestión: si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro”. Imagino así a ERC, mirando a las cuencas de los ojos de la calavera, transmutada Esquerra en un moderno Hamlet al que las urnas han colocado en la tesitura de elegir, como he leído estos días, entre arsénico o cianuro. Mientras las piezas se acaban de situar en el tablero –y no acabarán de hacerlo al menos hasta que pasen las europeas–, Carles Puigdemont se ha lanzado a ganar, al menos, la batalla del relato. Las opciones del personalista y personalísimo candidato de Junts para lograr su investidura, aunque fuera en segunda votación, se antojan ahora mismo casi quiméricas. Pero Puigdemont ya ha lanzado su candidatura sabedor de que presiona a ERC, de que presiona a Pedro Sánchez y de que sobre él pende su promesa de dejar la política si no logra ser president. Sin olvidar, claro, que mientras tanto sigue el periplo parlamentario de la ley de amnistía, que el Senado devolvió ayer al Congreso para su aprobación definitiva. Por su puesto, Salvador Illa también espera a ERC, que ha intentado borrarse de la primera fila. El derrotado más deseado, la llave del Govern que, paradojas de la política, sitúa a ERC ante un dilema endiablado.
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