Aquello tenía la coherencia de un Cristo con dos pistolas. Es decir, ninguna. La reunión de ayer de los integrantes de la Conferencia Episcopal, encargada de regir los destinos de la Iglesia en el Estado, se desarrolló como parecen dictar los cánones de la institución eclesial, con una mezcla de condescendencia y de desdén casi absoluto hacia el colectivo de víctimas que han sufrido abusos por parte de religiosos. La piedad y bonhomía que se les presupone a los representantes de Dios en la Tierra parecen haberse difuminado en este conciliábulo de prelados católicos en busca de un sucesor para el cardenal Juan José Omella Omella, arzobispo de Barcelona y, hasta la fecha, mitra señera en el Estado. El discurso de este ante sus semejantes no incluyó ni un párrafo de recuerdo, cariño o acompañamiento hacia quienes han sufrido a manos de curas, frailes o sacristanes y que son el principal reto para una Iglesia que se comporta como si no supiera o quisiera seguir las enseñanzas de los Evangelios, que marcan a fuego aquello de amar al prójimo como a uno mismo o de comportarse con compasión y amor con quien sufre. Ya sé que diseñar el perfil del próximo portavoz de los mitrados españoles se las trae, pero la Iglesia tiene que ser más que lo que se ve.