Este fin de semana participé en un ejercicio de catarsis nostálgica colectiva. Casi 70 compañeras y compañeros del colegio nos juntamos 25 años después de graduarnos. Los nervios fueron el preludio de la emoción, los besos, los abrazos y las risas. Muchas risas durante unas horas exprimidas al máximo reviviendo anécdotas y seguro que adornando algunas de ellas. Como dijo Karina, echar la vista atrás es bueno a veces. Pero es inevitable sentir cierto vértigo al hacerlo. Y es que ha pasado un cuarto de siglo, nada menos, desde que salimos de aquellas clases con toda la vida por delante, margen para cometer aún muchos errores y vía libre para pelear por nuestros sueños. La nostalgia implica pena y melancolía por algo que ya se fue. Y no es eso lo que sentí al volver a reunirme con quienes compartí tantos y tan intensos ratos dentro y fuera de las paredes de nuestro viejo colegio. Han pasado ya unas horas y, con los rigores de una larga noche de fiesta aún castigándome, siento que lo vivido fue un chute de energía. De alegría por haber tenido la suerte de cruzarme en el camino con tanta gente buena. Y la conciencia de que todas las personas con las que recorremos las distintas etapas de nuestra vida dejan una huella, invisible pero indeleble, en quiénes y cómo somos.