Hay varios elementos que protagonizan el tráfico de Vitoria que se me hacen incompresibles. Ya les he hablado del funcionamiento de los semáforos y de que no pocos de los que se han ido plantando a lo largo y ancho de la ciudad son completamente inútiles y en esta ocasión el capítulo va dedicado a los bolardos de plástico –tampoco sé si son exactamente de plástico; esos que al principio son azules y blancos y que en cuatro días están descoloridos, para que me entiendan– que, en la mayoría de los casos, no sirven para absolutamente nada. Estos bolardos se han ido plantando sin ton ni son por toda la ciudad, ya sea para delimitar carriles, impedir que se invadan zonas por las que no se puede circular o evitar el aparcamiento en zonas que no están habilitadas para ello. Así escrito puede parecer que su utilidad es indiscutible, pero nada más lejos de la realidad: esa función ya la cumple la señalización horizontal. Este refuerzo buscando una mayor seguridad puede ser entendible en zonas de riesgo evidente –una línea pintada en la calzada no protege de un cafre– , pero es evidente que la mayoría de estos bolardos están de sobra. Y se demuestra en las no pocas ocasiones en las que algún vehículo juega a la nueva variante del bolo alavés, se lleva alguno por delante y nadie se acuerda de reponerlo.