Ayer la mayoría de nosotros amanecimos, según marca la tradición, con algún regalo navideño. Es uno de esos días en los que envidio a los niños, no tanto por la ilusión que sienten al pensar que un pastor baja desde las montañas para traerles juguetes, sino por esa inocencia de creer que impartirá justicia y recompensará a quienes se han portado bien este año y castigará con carbón a aquellos que no lo hayan hecho. Quizá empecé a darme cuenta de la inexistencia de tales seres mágicos al presenciar cómo el bonachón de familia humilde no recibía regalos en Navidad y el matón de clase estrenaba la última PlayStation. Si las fábulas que nos contaban nuestros padres de pequeños fueran verdad, quienes este año han discriminado a otros por su físico, raza, identidad, ideología o clase social, así como quienes han abusado de su poder recibirían carbón, mientras que los inocentes y las buenas personas tendrían el árbol lleno de paquetes. Lamentablemente, en la mayoría de casos no será así, ya que personajes como Putin probablemente vivirán una Navidad de lo más lujosa y los ucranianos que se han quedado sin hogar, un infierno. Y es que en el caso de los más perjudicados y viendo cómo están los precios de la energía, incluso el carbón parece un regalo apetecible e inalcanzable.