yer me tocó trabajar en una ciudad que a primera hora de la mañana parecía un reflejo triste y vacío de sí misma, con las calles desérticas a la espera de la llegada de sus vecinos, al parecer, huidos en éxodo vacacional como hacía años que no ocurría. Que quede claro que desde esta atalaya no hay reproche que valga ante tal situación, sobre todo, teniendo en cuenta que llevamos dos años de aúpa. No me extraña que la gente busque un poco de aire ante la sucesión de mil y una restricciones sanitarias, de barras sembradas de obstáculos para evitar la incidencia del coronavirus, de partes de guerra constantes con números dolorosos de muertos e ingresados, con una economía achacosa que no acaba de arrancar y, por si fuera poco, desde hace unas semanas, con una guerra en el corazón de Europa que ha incrementado hasta el infinito los precios de los combustibles, la electricidad y gran parte de la cesta de la compra, dejando a los consumidores casi con una mano delante y otra detrás. Con semejante panorama, la Sanidad pública debería recetar semanas de vacaciones pagadas por la Seguridad Social para poner un poco de felicidad en una vida que se complica tras una pléyade de eventos históricos sin parangón que no dan tiempo ni a pestañear.
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