e percibía estos días que la sociedad se sentía prisionera, como yo el pasado fin de semana. Ha sido abrir un poco las puertas y echarse a las calles. Notas que la gente se ha contagiado durante estos meses de confinamiento, no tanto de coronavirus -que desgraciadamente también- como de ganas de apurar las horas de recreo, ponerse en forma, correr. Qué ganas de andar deprisa, como si se nos fuera a escapar algo. Quizá nos hemos congestionado tanto en casa que necesitábamos airearnos. Conozco a más de uno y de una que me reconocen su desesperación creciente por tener que convivir tantas horas seguidas con la misma persona, de su pareja hablo. Y la sensación de agobio se acentúa si hay niños añadidos, sin colegios que los entretengan y sin desfogue posible con otros humanos de su tamaño. Nadie nos avisó cuando nos comprometimos que la relación consistía en limpiar, ordenar, cocinar... y poco más. Ya teníamos asumido que durante las vacaciones hay una sobrecarga de convivencia pero es que este año nos las han triplicado y no estábamos preparados para tanto roce. Porque hablamos de reactivar la economía y de volver a socializar con los amigos, pero me da que muchos también necesitaban la desescalada para volver a sentir su casa como un refugio.
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