n algún momento, escuché algo similar a lo de las fases del duelo aplicado a la manera en que nos iba a afectar el confinamiento. No recuerdo cómo iba el asunto, pero yo estoy en la de la melancolía. Si la vida hubiera seguido su curso normal, ayer habría subido a Armentia a buena hora. A dar una vuelta, a verificar que el santo sigue en su sitio, curiosear, picar en algún puesto, saludar a los conocidos que te vas encontrando, y reparar fuerzas con un talo con txistorra. Luego perretxikos en la mesa del fin de semana con la familia. Nada extravagante, tranquilo, liturgia cumplimentada. Pero no. Y hablo de liturgia -quizá en un uso demasiado expansivo del término- como ese conjunto variable de costumbres o citas que de algún modo nos explican. Y tienen ese poder porque las compartimos con quienes queremos. Pero este año falta gente que ya no estará y compartimos en los balcones, en las pantallas, en la distancia, que es compartir, sí, pero un poco venido a menos. Y la liturgia se me viene abajo. La pandemia nos ha robado abril, como canta Sabina, pero abril -que se guarda junto al corazón, ya saben- va teniendo ya muchos más días que treinta. Y sin embargo, a pesar de la melancolía, a pesar de todo, los redobles de la víspera festiva resonando desde las ventanas en la ciudad vacía fueron el sonido de la esperanza.