Envidio a un colega al que le preguntaron cuantas noches electorales llevaba a sus espaldas y fue capaz de contestar. En mi caso, solo tengo la difusa idea de que han sido un buen puñado, pero ni por aproximación acertaría el número exacto. Y tampoco me avergüenza reconocer que, salvo media docena de ocasiones verdaderamente históricas, empezando por aquella de mayo de 2001 en que, después de haberse repartido hasta la última subsecretaría, Mayor Oreja y Redondo Terreros hincaron la rodilla ante un Ibarretxe al que daban por finiquitado, la inmensa mayoría se mezclan en mi memoria entre recuerdos brumosos.
De lo que sí tengo la certidumbre, y aquí es, en realidad, adonde quería llegar, es de que he visto todas las combinaciones posibles de felicidad, tristeza extrema o ni fu ni fa en representantes de todas y cada una de las formaciones políticas, igual de las que se mantienen en el escenario que de las mil y una que yacen en el gran cementerio de siglas difuntas. La euforia y la piel de gallina en unos comicios se convertían, unas cuantas elecciones más allá, en depresión galopante, y de nuevo, varias convocatorias después, retornaba la alegría en una montaña rusa sin fin. Creo que cualquiera que se dedique al (a pesar de todo) noble arte de la política podrá certificarles lo que les digo. También cualquiera de nosotros en nuestra calidad de meros simpatizantes. Y la cuestión es que, aunque sabemos que el invento funciona así, cada vez que las urnas nos deparan un pésimo, un magnífico o un regular resultado, no podemos evitar reaccionar como si fuera la primera vez que nos ocurre. La condición humana.