Supongo que habrá que entonar el “nunca es tarde si la dicha es buena”, pero es que aquí no hablamos de un rato o dos sino de decenios. Porque la noticia de las últimas horas es que el Gobierno español ha dado vía libre a la complejísima operación para el desmontaje de la central nuclear de Garoña, en Burgos, a tiro de piedra de nuestro terruño. Sin embargo, para este dinosaurio que teclea, lo verdaderamente relevante es que, a día de hoy, el monstruo se mantenga en pie. Sin actividad, pero en pie, como símbolo de la imposición, la cerrazón rezumante de testosterona y, de propina, la pésima pedagogía respecto a la energía nuclear.
Sí, comprendo que piso un callo sensible en una materia en que casi todos, empezando por mí mismo, hemos funcionado a golpe de consigna. Nuklearrik ez, eskerrik asko, y no había modo de sacarnos de ahí. Pues mucho menos, si el ejemplo de las bondades de la energía atómica era un mamotreto infame que se caía a pedazos y que cada dos por tres generaba un incidente de riesgo que ni siquiera era conocido por sus millones de posibles afectados. No hablo por boca de ganso; alguien que en su día tuvo mando en plaza en la cosa energética vasca me narró con todo lujo de detalles un episodio en que se creyó que estábamos a diez minutos de Harrisburg o Chernóbil. Aquello se ocultó convenientemente y Garoña siguió tirando millas hasta que las propias empresas concesionarias solicitaron el parón, no por el peligro de unas instalaciones construidas a batalla en 1971, sino porque las cuentas no les salían. Luego pidieron la reactivación pero, por fortuna, no coló. Bienvenida la demolición.