COMO cantaba Hertzainak ya hace cuarenta años, hay días en los que podemos saber el nombre de nuestros héroes. Esta misma semana, sin ir más lejos, hemos conocido (aunque la verdad es que ninguno de ellos era novedad) a ocho de una tacada. Supuestamente, pretendían protagonizar una acción épica pero se les quedó en patética. Hablo del ochote de presos de ETA disidentes del sector oficial -léase epekaká- que iniciaron una denominada huelga de hambre que duró (esta vez la banda sonora es de Sabina) lo mismo que duran dos peces de hielo en un Whisky on the rocks. La gesta no llegó ni a 48 horas, aunque nos ha dejado un ramillete de apuntes chuscos que sirven de retrato múltiple de los protagonistas y sus hoy rivales en el olimpo de los autoproclamados salvadores de la patria vasca.
Empezando por estos últimos y sus portavoces oficiales, mi primera gran carcajada fue al ver que el medio que tradicionalmente daba cuenta al minuto de estas bravas acciones de resistencia al estado opresor no gastó ni una línea en el asunto. Raro, ¿no? En realidad, en absoluto. Tocaba silbar a la vía ante una iniciativa que buscaba poner en un brete a la izquierda abertzale oficial. Pero el silencio resultó atronador. Tanto, como el ridículo motivo por el que empezó el amago de protesta: la negativa del que la comenzó, un fulano que atiende por Garikoitz Etxebarria, de compartir celda con otro recluso en Zaballa. Debía creer el tipo que iba a un resort de lujo. Para nota, como contaba ayer Iñaki González en estas páginas, lo de uno de los aguerridos huelguistas que se aprovisionó de jamón y patatas fritas en el economato de la prisión.