Indulto incorporado

– Siempre he tenido la intuición de que hay jueces que se avergüenzan de sus propias sentencias. Lo que no recuerdo haber visto es que esa mala conciencia se manifieste tan claramente como en el fallo del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya que condena a cuatro años y medio de cárcel y 13 de inhabilitación a la expresidenta del Parlament y todavía presidenta de JxC Laura Borràs, al tiempo que solicita para ella un indulto, de modo que evite el ingreso en prisión. Si tan claro lo tenían sus señorías, bien podían haber impuesto una pena que no implicase pasar por la trena. No tenían más que justificarlo con la consabida ración de portantoencuantos, porque, como es largamente conocido, cuando vistes toga –sobre todo, en tribunales de pedigrí– puedes sostener una cosa y la contraria de acuerdo a la legislación vigente y llevar siempre la razón. ¿Por qué esta vez no han actuado conforme a la costumbre? Tiene bastante pinta de que ha sido por el qué dirán, puesto que la juzgada y condenada pero recomendada para el indulto no era una ciudadana cualquiera.

¿Destruir qué?

– Ese temblor de puñetas alimenta la versión de la condenada y recomendada para el semiperdón de que este es un proceso que busca “destruir al independentismo”. Por desgracia, basta leer en el auto la descripción de los hechos probados para comprobar que no es ni lejanamente así. Diga lo que diga Borràs, ha quedado acreditado que, cuando era la máxima responsable de la Institució de les Lletres Catalanes, otorgó a dedo un contrato a un amigo –que luego la delató– y lo camufló con las triquiñuelas habituales, como fraccionar la adjudicación en un número de pagos que volara por debajo del radar de la fiscalización. Como elemento cutre añadido, la evidencia de que el marrón se destapó porque una funcionaria de Correos colocó en el buzón equivocado el dinero falso (mil euros) que tenía como destinatario ese amigo de Borràs.

Actuación indefendible –

Desconozco si el castigo por haber promovido algo así es la cárcel y por cuántos años. Sí tengo muy claro que estamos ante una indecencia extrema y, desde luego, un comportamiento corrupto que no pasa el filtro del código ético más liviano. Si algo parecido lo hubieran perpetrado los malos habituales, no tendríamos la menor duda sobre la reacción: denuncia sin matices y exigencia, como poco, de la vida pública. Desafortunadamente, se impone la doble vara y, en este caso, el enarbolamiento de la estelada para negar una actuación manifiestamente reprobable.