Fue el pasado sábado. Se cumplían 36 años del asesinato de Yoyes en Ordizia. No fui el único en recordarlo. Siguiendo la estela de otros, anoté en Twitter que la ejecutó delante de su hijo un tipo con el alias Kubati, que goza de un cargo en un partido que da lecciones de ética. Nada más. Hasta pasé por alto que el individuo tiene acreditados otros doce asesinatos y que hoy es el día en que no le hemos escuchado nada remotamente parecido a un lamento por su carrerón criminal. Tampoco mencioné la puñetera pero reveladora vergüenza de que algunos que habían recordado a María Dolores González Katarain se habían cuidado de mencionar a su verdugo, no fuéramos a liarla.

Siguiendo el latiguillo que tanto se emplea ahora en los titulares, no puedo decir que lo que pasó después sorprenderá a nadie. Al contrario, simplemente fue el retrato a escala de la manifiestamente mejorable realidad en que vivimos. Es verdad que no faltaron muchas personas de bien con nombres y apellidos reales que suscribieron mis palabras. Otras, sin embargo, embozadas en anónimos y/o seudónimos de cuatro duros, se ciscaron en mi calavera de enemigo del pueblo al tiempo que glosaban como héroe intachable al matarife. Hasta los hubo que defendieron el ajusticiamiento de la traidora que tuvo el atrevimiento de volver a su pueblo, sabiendo que pesaba sobre ella una sentencia de muerte. Y para terminar de embarrar el campo, llegaron los matasietes bravucones de la extrema derecha desorejada como Hermann Leopoldo Tertsch o (se lo juro) José Manuel Soto a pescar en el río revuelto. Solo puedo decir que mantengo cada una de mis palabras.