Al principio
– El primer mes lo conmemoramos con todo lujo de detalles. El segundo, algo menos. A partir del tercero, la invasión rusa de Ucrania era algo que ocurría en segundo plano. Ya no había conexiones en directo a cada rato. Las imágenes de destrucción, con y sin cadáveres, se habían incorporado a la más absoluta de las normalidades. Las veíamos sin sentir ni padecer. O ni las veíamos, directamente. También habíamos dejado de prestar atención a los miles de desplazados, incluso a los que estaban entre nosotros. Y, por supuesto, tampoco seguíamos las presencias telemáticas de Zelenski en diferentes instituciones ni las visitas de mandatarios internacionales para mostrarle su apoyo y/o hacerse una foto para fardar.
Flaquea la solidaridad
– Ayer llegamos al quinto mes prácticamente sin novedad. Si algo nos importa de la brutal operación de castigo emprendida por Putin son las consecuencias en nuestras vidas cotidianas. En estos 150 días, los precios de todo se nos han puesto en la luna y nos advierten ya de que el próximo invierno quizá no puedan poner la calefacción ni los que conservan cierta capacidad adquisitiva. Y ahí, claro, es humano que la solidaridad comience a flaquear. Aunque no se exprese en voz alta, se está instalando la terrible idea de que quizá proceda arrojar la toalla, puesto que, tarde o temprano, se impondrá la (tremenda) lógica de la fuerza y el agresor ruso terminará saliéndose con la suya.
Todavía puede durar
– De momento, y según un cálculo que no concuerda con lo que se nos ha venido relatando día a día, tenemos 5.000 civiles ucranianos muertos, una décima parte de ellos, niños. Por brutal que resulte, es una cifra perfectamente asumible para los estándares al uso en otros conflictos bélicos. Todo hace pensar que, por ese lado, se pueden alargar las hostilidades. Por la parte ucraniana, una vez sobrepasada la primera dosis de devastación, no queda otra que continuar resistiendo hasta que no se pueda más. Por el lado ruso, y teniendo en cuenta que el mandarín es un psicópata que no se para en barras, queda claro que seguirá enviando a sus tropas a los mataderos que haga falta. La única vida que le importa es la suya. Y, puesto que esa vida no está en juego, le da exactamente igual que la operación genocida dure un mes, cinco, quince o cuatro años. Con mayor motivo si, como está ocurriendo, ve cómo a los teóricos aliados y valedores de los ucranianos les tiemblan las rodillas al caer en la cuenta de que es él quien maneja la espita del gas. Ahí reside su poder. l