uedo prometer y prometo que mi intención era no volver a escribir media línea más sobre el tema musical (o lo que sea) que quedó tercero en Eurovisión. Ya dejé dicho que no me gustaba el soniquete y, mucho menos, la letra, pero que olé las narices y la ejecución de la intérprete. La cansina turra mediática posterior estaba de más. O eso pensaba, hasta que he asistido en las redes sociales a una nueva lapidación de la artista cubano-catalana a cargo de guardianas de la moral y las rectas costumbres adscritas al bando requeteprogresí. Ni las más ultramontanas beatorras del caspuriento nacionalcatolicismo empatan en delirio con las menganas en cuestión.
Y como se reconocen rancias, van por delante con la excusatio non petita. “Quienes creemos que una canción invita a prostituirse enseñando el culo no somos moralistas”, se desgañita una inquisidora zurda antes de dejarnos al borde del descuajeringue de risa: “¡Ahora las niñas quieren ser Chanel y no investigadoras, vamos a bien!”. Espero que no hayan colmado su capacidad de asombro, porque tal mendruguez queda superada por esta otra: “Queréis espectáculos de mierda con tías medio en bolas y que luego los críos no vean a las niñas como cachos de carne y no las violen hasta la muerte. Y todo no puede ser”, bramaba otra que, junto a su nombre de usuaria, incluía un orgulloso #OtanNo. Quisiera contarles que son ejemplos extremos, pero temo que tanto la opinión como la actitud condenatoria al infierno están mucho más extendidas de lo que uno hubiera sido capaz de ver venir hace apenas unos años. Los curas y las monjas preconciliares se han pasado de bando. l