as agendas informativas del miércoles daban por hecho que ese día se iba a cerrar de una pajolera vez el culebrón eterno del traspaso de la gestión del Ingreso Mínimo Vital al Gobierno vasco. Hasta el lehendakari, pecando de un optimismo que no cuadra con el estratosférico currículum de incumplimientos de Pedro Sánchez, expresó esa misma mañana su convicción de que todo apuntaba por ahí. Pero al final de la reunión telemática entre los técnicos de ambos ejecutivos, volvió a salir la calabaza. No hubo acuerdo. La cuestión entraría dentro de lo medianamente razonable si no fuera porque no hace ni diez días Madrid había jurado (o sea, perjurado) que esta vez todo estaba resuelto. La transferencia vendría completa y sin límite temporal, punto.
Me consta que este es uno de esos asuntos que no acaban de llegar a la opinión pública. O no en su justa medida. Queda en una especie de ruido de fondo que el común de los mortales escucha sin tener muy claro de qué va. Pero de verdad que estamos ante algo absolutamente sangrante porque los incumplimientos se han sucedido en bucle desde que hace casi dos años el Gobierno español se sacó de la sobaquera esta mala copia de la RGI vasca. En ese mismo instante, y por motivos más prácticos que políticos, se aseguró que en la CAV y Nafarroa serían las instituciones propias las que se harían cargo de su materialización concreta. Algo completamente lógico, puesto que ambas administraciones llevan años gestionando el pago de un ingreso contra la exclusión. No solo no ha sido así, sino que Sánchez lleva 24 meses negociando con lo que ya está comprometido.