s mejor que llamemos a las cosas por su nombre. En Alemania y en otros países del centro de Europa ya lo hacen. La ola en la que ya están inmersos de hoz y coz no es la sexta sino la de los “no vacunados”. Si los contagios vuelven a multiplicarse y de nuevo los hospitales están a reventar, no es por azar o por el incontrolable comportamiento del virus. Esta vez ya no. Los estudios certifican lo que la intuición más pedestre nos hacía pensar a los profanos. El 90 por ciento de los positivos actuales tiene su origen en las personas no inmunizadas.

Preguntaba ayer Andrés Krakenberger en los diarios del Grupo Noticias si, dada esta situación, cabría establecer la obligatoriedad de la vacuna. Lo planteaba con una disyuntiva que, con todo el cariño, creo que es más que discutible en su propio enunciado. ¿Prevalece el derecho a la salud sobre el derecho individual a no vacunarse?, nos cuestionaba Andrés. Incluso en esos términos, yo respondo contundentemente que por supuesto. Y me voy al principio requeteclásico: mi libertad termina donde empieza la de cualquiera de mis congéneres. Si no darme el pinchacito solo acarrease consecuencias negativas para mí, con mi pan me las comería. Pero es que en este caso, el perjuicio de mi decisión presuntamente soberana es para los demás. Nos pongamos como nos pongamos, no tenemos ningún derecho a difundir un virus que causa estragos tan brutales como los que están tasados y medidos. Por lo tanto, creo que hace mucho tiempo que deberíamos habernos dejado de zarandajas y haber establecido la obligatoriedad de la vacunación, especialmente para el desempeño de ciertas profesiones.